VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DESPUES DE PASCUA

VOY AL PADRE

         1. “Solo un poco y ya no me veréis. Y solo otro poco y volveréis a verme de nuevo, porque voy al Padre.” El Resucitado tiene que ir al Padre. Pertenece al mundo de lo no terreno, de lo supraterreno. “Voy al padre.”

2. Ante nosotros está el Resucitado, la Cabeza. En lo más íntimo y santo de Jesús solo un ser tiene cabida: el Padre. Lo más íntimo y profundo de su alma está totalmente vacío de lo humano, de lo terreno, desprendido de todo apego a lo de este mundo: está consagrado al Padre en una supraterrena virginidad. “No estoy yo solo, el Padre está también conmigo” (Jn. 16, 32). La vida de Jesús está en un íntimo y permanente contacto con el Padre, es un continuo9 descanso y sosiego en el Corazón del Padre. Los ojos de Jesús ven al Padre en todo instante y en todo acontecimiento. Los impulsos, los anhelos más íntimos de su Corazón van siempre encaminados al Padre. No quiere más que vivir para Él, servirle, sacrificarse por Él. Se arroja en sus brazos con la intimidad y la efusión, con la confianza y el candor de un niño. No tiene para Él, incluso en los más angustiosos momentos de su vida, como el del Huerto de los Olivos, más que una sola palabra: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt. 26, 39). “Voy al Padre” en la ininterrumpida comunidad de vida y de amor con el Padre. Por eso en lo más íntimo de su alma Jesús está siempre lleno de confianza, de claridad, de serenidad, de energía, de optimismo magnifico, de ecuanimidad, de equilibrio moral, de dulzura, de firmeza, de impecabilidad. “Voy al Padre.”
Los resucitados con Cristo, sus miembros, nosotros”, los bautizados. “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, saboread lo que es de arriba, no lo que está aquí en la tierra” (Col. 3, 1), “Sursum corda!” Respondemos todos: “Habemus ad Dominum!” “Voy al Padre.” En lo más íntimo de nuestra alma tienen su santuario el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aquí está nuestro mundo, nuestro Bien, nuestro Todo. Aquí escucha el Señor al alma. Aquí habla a nuestro corazón. Aquí debo buscarlo y hablarle yo. “Quiero, pues, penetrar y ver la gran aparición” (Ex. 3, 3). Es un lugar santo. Como Moisés, debemos descalzarnos antes, debemos arrancar de nuestro corazón toda inclinación desordenada. No llevemos con nosotros oro ni plata (Mt. 10, 9); dejémoslo todo. No ambicionemos ninguna cosa de este mundo. Desprendámonos interiormente de todo, estemos por encima de todo. No tengamos ningún apego desordenado a lo terreno, por mucho que pueda preocuparse el mundo de lo perecedero. “No llevemos nada para el camino” (Lc. 10, 4); no nos esclavicemos a ninguna criatura: ni al trabajo, ni a la oración. No critiquemos del prójimo. No nos entristezcamos si otros nos abandonan y desprecian, si no nos quieren bien, si nos humillan y afligen. Desprendámonos de nuestra propia voluntad y no nos apeguemos a nuestro propio parecer, a nuestras opiniones, a nuestro modo de pensar, a nuestro orgullo y a nuestro amor propio. “Voy al Padre”, ante todo y sobre todo. Y esto aunque por el momento pueda costarnos mucho o nos desagrade del todo. Dirijamos siempre al Señor nuestros pensamientos y afectos, nuestras inclinaciones y gustos. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22) y entremos con gran valor en la patria de los vivos. Que nada nos retarde. No nos apeguemos a nada, no nos apoyemos en nada. Contemplemos la vida con ojos no terrenos, con ojos nuevos. Coloquémonos por encima de todas las vanidades, afanes e inquietudes del hombre terreno. “Voy al Padre.” He aquí el secreto del resucitado con Cristo.

3. “Voy al Padre.” En la santa Misa. Depositemos aquí sobre la patena todos los trabajo, dolores, amarguras y dificultades que pueda traernos el día de hoy, y ofrezcámoselo todo en sacrificio al Padre. Un precioso sacrificio de amor. “No se haga mi voluntad, sino la tuya.” “¡Hágase tu voluntad!” Tomemos aquí nuevas fuerzas para romper durante el día de hoy egoísmo y del apego a lo terreno y transitorio. Realizando un sacrificio, desprendamos nuestra alma de todas las inclinaciones y apetitos desordenados y ofrezcámosela al Señor, al cual pertenecemos.
“Voy al Padre”, durante todo el día. No sólo mediante las pruebas y tribulaciones, sino hasta incluso por medio de las faltas que podamos cometer. No nos inquietemos por ellas. No nos entristezcamos, no nos descorazonemos ni nos enfurezcamos contra nosotros mismos. Al contrario, corramos al Padre, humillémonos ante Él, reconozcamos y confesemos nuestra flaqueza e indignidad. Supliquémosle nos perdone y pidámosle fuerza para ser en adelante más fieles, más cautos.
“Voy al Padre”, pidiendo y luchado constantemente, hasta alcanzar un perfecto desprendimiento del yo, una verdadera pobreza de espíritu, un ancho y profundo espíritu de fe, un santo y encendido amor a Dios y a Cristo, una unión perfecta de mi voluntad con la voluntad infinitamente santa de Dios. ¡He aquí la verdadera vida del resucitado con Cristo! Algún día podrá celebrar también su dichosa ascensión al cielo.    

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