DOMINGO DE LA FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


MISERICORDIA DE DIOS

         1. Hoy es la gran fiesta de nuestro agradecimiento al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, por haber realizado y por continuar realizando en nosotros, con una misericordia sin límites, la obra de la creación, de la redención y de la santificación. “Dios es amor” (I Joh. 4, 8).

2. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Llena de asombro y de respeto, con el Apóstol San Pablo, el abismo de la misericordia, de la sabiduría y de la ciencia divinas. Este insondable abismo de la sabiduría y del amor de Dios se manifiesta en el misterio de la predestinación de los hombres y, sobre todo, en la vocación de los gentiles, con preferencia al pueblo escogido de Israel. Todos los pueblos conocieron en un principio la Revelación divina. Sin embargo, los gentiles la abandonaron pronto y se alejaron del verdadero Dios. Éste escogió entonces a Israel. Pero Israel,  a su vez, rechazó a Cristo y huyó de la salud. La incredulidad de Israel hizo que el Evangelio tornase de nuevo al pueblo de los gentiles. “Pues Dios los entregó a todos (a judíos y a gentiles) a la incredulidad, para poder compadecerse de todos” (Rom. 11, 32). Al fin de los tiempos se convertirán a Cristo los judíos y los paganos. “¡Oh profundidad de las riquezas (de la misericordia). De la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios (sus decretos y su conducta), y cuán impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido jamás los designios de Dios? ¿Quién ha sido nunca su consejero? ¿Quién le ha dado nada, para que Él tenga que devolver a nadie alguna cosa? Todo cuanto existe, existe de Él y por Él y en Él (es decir, para Él).” De Él proceden todos los seres, por Él conservan su existencia y para Él ha sido creado todo: la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad. Todo proclama, todo debe proclamar el poder, la hermosura, el amor y la sabiduría de Dios. “¡A Él sea la gloria, por los siglos de los siglos! Amén” (Epístola). “Bendita sea la santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ella ha obrado con nosotros misericordia” (Introito).
         A este Dios estamos nosotros consagrados. Él, por su infinita misericordia, nos ha hecho participantes de su vida divina. Hemos sido bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Evangelio), o, lo que es igual, hemos sido sumergidos en la misma vida, infinitamente fértil, de la santísima Trinidad; hemos sido hechos “consortes de la naturaleza divina” (2 Petr. 1, 4). En virtud del santo Bautismo, ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. No pertenecemos a ninguna cosa creada, ni a un hombre, ni al mundo ni a Satanás. En el santo Bautismo, pronunciamos nuestro “Renuncio” a todo esto. Desde entonces, creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo”. Estamos consagrados a Dios, somos su propiedad. ¡Solo Dios! Todo lo demás es indigno de nosotros. Solo Dios basta. Ahora, en la tierra; más tarde, en el cielo, en donde poseeremos y gozaremos de la vida, infinitamente fecunda, santa beatífica y embriagadora, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Pura misericordia de Dios para con nosotros! “Bendita sea la santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ella ha manifestado en nosotros su misericordia” (Introito).

3. Hoy debe ser un día de acción de gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Durante todo el curso del Año Eclesiástico hemos experimentado a cada paso lo mucho que la misericordia y el amor de Dios han hecho por los hombres, por la santa Iglesia y por cada uno de nosotros en particular. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su mismo Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él, no perezca, sino que alcance la vida eterna” (Joh. 3, 16).
         Un día de nueva y más honda consagración a Dios. Renovemos con toda el alma nuestro “Renuncio” bautismal. Rompamos con todo lo que desagrade a Dios. Repitamos de nuevo, como en el día de nuestro santo Bautismo: “Creo en el Padre. Creo en el Hijo. Creo en el Espíritu Santo.” “Mi vida actual es una vida de fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se inmoló por mí” (Gal. 2, 20).
         Creo en el Padre, en el Hijo y en el espíritu Santo. Estas palabras quieren expresar algo más que la simple confesión de la real existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de un solo Dios en tres Personas. Significan, sobre todo, lo siguiente: Yo vivo para el Padre, para el Hijo y para el Espíritu Santo, a los cuales me consagré y entregué por mi santo Bautismo. Renovemos y ratifiquemos hoy esta consagración a Dios. Renovémosla y corroborémosla todos los días en el santo sacrificio de la Misa. Purifiquémonos, con las oraciones dichas ante las gradas del altar, de nuestras infidelidades cotidianas y de todo lo que pueda ser un obstáculo a nuestra total consagración a Dios. En el momento del ofertorio depositemos sobre la patena, junto con el pan y el vino, nuestro propio corazón. La santa Misa debe constituir para nosotros una nueva y más profunda dedicación y consagración de nuestra lama al Padre, al Hijo y al Espíritu santo. En el momento de la santa Consagración descenderá sobre nuestra ofrenda el devorador y sacrifical fuego de nuestro Señor y Salvador, que se inmola a sí mismo, y la elevará hasta el cielo, envuelta en la llama de su propio y amoroso sacrificio.
         Acabamos de ser consagrados con Cristo; nos hemos entregado con Él al Padre en propiedad. No vivimos, pues, ya más para nosotros mismo. Vivimos totalmente para Dios solo. En la sagrada Comunión el Señor sellará y corroborará esta nuestra consagración a Dios. La consagración a Dios en esta vida terrena se ensancha, gracias a la sagrada Comunión, hasta una perpetua “communio”, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Un día veremos a Dios tal cual es, cara a cara. Entonces poseeremos y gozaremos eternamente de su vida, de su gloria, de su esencia divina, de las delicias de su amor divinamente sublime. He aquí lo que nos ha granjeado el Hijo de Dios con su encarnación, con su vida, con su pasión y muerte. “Bendigamos al Dios del cielo y glorifiquémosle ante todos los vivientes: porque Él ha manifestado en nosotros su misericordia” (Comunión).

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