JUEVES DE TEMPORAS DE PENTECOSTÉS


EL ESPÍRITU DE CRISTO

         1. El diácono Felipe (Epístola) y los Apóstoles (Evangelio) obran en virtud del Espíritu santo que han recibido. También nosotros lo hemos recibido y lo recibimos nuevamente cada día. Por tanto, también nosotros debemos ser hombres del Espíritu, hombres que ya no obran por espíritu propio, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo.

2. El espíritu propio, el espíritu humano, piensa juzga y valora de un modo puramente humano, natural, terreno. Juzga dichosos a los que poseen riquezas y las gozan; tiene por grandes a los sabios terrenos, a los que son honrados y apreciados por los hombres, a los que tienen un puesto o una dignidad, a los que poseen poder e influjo. Este espíritu se busca a sí mismo en todo y tiene la habilidad de aprovecharse de todas las cosas y sucesos para realizar sus intenciones, para cumplir su gusto. Juega un importante papel en la vida de las personas piadosas y espirituales. Bajo el pretexto de servir a Dios, se busca sobre todo a sí mismo, busca su natural satisfacción, su propio gusto, su propia honra. En las cosas de la virtud se alía con la prudencia de la carne y predica la moderación, el punto medio. Es una de las principales causas de la tibieza espiritual y una fuente fecunda de discordias y querellas, de frialdad para con el prójimo, de envidia, de excesiva preocupación por el buen nombre. Impide la quietud interior, la paz del alma. Crea en el hombre una exagerada opinión del propio valer y conduce a una vida llena de ansiedades y de continuas preocupaciones. No sin razón es considerado por los maestros de la vida espiritual como “una de las mayores desgracias” que pueden caer sobre el hombre en la tierra. Y, sin embargo, ¡cuántas almas, aun de personas piadosas, gimen bajo la tiranía de este mal espíritu!
         El espíritu de Cristo es el Espíritu Santo, tal como éste invadió el alma humana de Cristo, llenándola de la plenitud de su gracia y de sus dones. “El Espíritu del Señor está sobre mí. Por eso me ungió y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los arrepentidos de corazón, a predicar a los cautivos la liberación, a anunciar el Año de Gracia del Señor (es decir, la redención) y el día de la retribución” (Lc. 4, 18). Por el espíritu de Cristo entendemos las excitaciones con que el Espíritu Santo movía e impulsaba continuamente la voluntad de Cristo a practicar actos y obras buenas, santas y perfectas, interior y exteriormente. Llamamos espíritu de Cristo sobre todo a la constante y permanente actitud, disposición, orientación y modo de ser de la inteligencia y de la voluntad de Cristo que el Espíritu Santo obró en Él. Espíritu de Cristo era el permanente deseo, el interno impulso que empujaba constantemente al Señor a ejecutar en todo la voluntad del Padre, a someterse a cuanto fuera preciso para cumplir la voluntad del Padre, para hacer todo lo que fuera de su agrado, para llevar a cabo la redención de la humanidad. Este espíritu es en Cristo y en nosotros, miembros de la Cabeza el espíritu de amor al Padre, de celo por la honra de Dios y la salvación de las almas, de amor a la humildad, a la pobreza, a la obediencia, al retiro, a la oración, al dolor, al sacrificio. Es el interno impulso, el eficaz deseo de pensar y vivir en el sentido de las ocho Bienaventuranzas, en conformidad con el Sermón de la Montaña, de alegrarse solamente en Dios, de ser tenido en poco ante el mundo, de ser despreciado y preterido por él. Es el deseo de llevar una vida de renuncia , de desasimiento, de completa unión con Dios y con Cristo. ¡Solo Dios, su voluntad y su honra! “El mundo no puede recibir este Espíritu, porque no lo ve ni lo conoce” (Jn. 14,17).

3. “El Espíritu del Señor llenó el orbe de la tierra. Aleluya” (Introito). Este es el gozoso mensaje del día de Pentecostés. ¡Lejos, pues, con el propio espíritu, con el espíritu humano, con la mentalidad puramente natural y terrena! El Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, quiere poseernos, enseñarnos, empujarnos, conducirnos. Quiere llenarnos de los tesoros de su luz. Quiere crear en nuestra voluntad el sentido de la nobleza cristiana, la elasticidad, la estabilidad y la amplitud que necesitamos para una vida verdaderamente santa. Quiere eliminar el obstáculo de nuestra propia voluntad y someter nuestra naturaleza con todos sus apetitos e inclinaciones. Quiere hacernos instrumentos de los designios de Dios acerca de las almas. ¡Qué necios somos, pues no queremos abandonar de una vez nuestro falaz espíritu propio! “Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles.”
         “Todos fueron llenados del Espíritu Santo”, del  Espíritu de Cristo. Los Apóstoles, en Pentecostés; nosotros, en la santa Confirmación; los sacerdotes, el día de su ordenación. El espíritu de Cristo debe vivir en nosotros. Los cristianos, singularmente los sacerdotes, debemos asimilarnos los grandes pensamientos de Cristo, tal como nos los conservan los Evangelios. Debemos revivir interiormente la profundidad y la fuerza de sus efectos y motivos, plasmarlos en nuestra vida, modelar nuestra personalidad conforme a ellos.
         ¡Ojalá estuviéramos todavía llenos de fe en la presencia y la asistencia del Espíritu Santo! Si tuviésemos realmente nuestra mirada fija en el Espíritu del Señor, que habita y obra en nosotros, seríamos fuertes para vencer nuestro propio espíritu, para llevar una vida santa que fuera provechosa y fecunda en nosotros mismos y en los demás, en la santa Iglesia.

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