LUNES DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
“ÉSTE RECIBE A LOS
PECADORES.”
1. “En aquel tiempo, los publicanos y
pecadores se acercaron a Jesús, para oírle. Entonces, los Fariseos y los
Escribas comenzaron a murmurar y a decir: Ved a éste: recibe a los pecadores y
come con ellos” (Evangelio).
2. Jesús recibe a los pecadores. El Hijo de Dios “descendió de los
cielos por nosotros, los hombres, y por nuestra salud.” Así lo confesamos en el
Credo de la Misa. Muchos teólogos creen, con razón, que el Hijo de Dios se
encarnó principalmente para redimir a los hombres del pecado. Si no hubiera
pecado Adán y no hubiese existido el pecado original, el Hijo de Dios no
hubiera aparecido sobre la tierra y, por consiguiente, no hubiesen existido ni
Cristo, ni la Navidad, ni la Pascua, ni el sagrario, ni la santa Misa. Cristo
“vino a buscar y a salvar lo que había perecido” (Luc. 19, 10). Vino para los enfermos, que necesitaban del médico (Luc. 5, 31). Por eso, recibe con una
amorosa compasión al publicano y a Magdalena, la pecadora. Para la adúltera,
que le presentan los Fariseos, no tiene más que palabras de perdón. ¡Con qué
magnifica plasticidad nos pinta Jesús su infinito amor hacia los pecadores en
las parábolas del buen pastor y del hijo pródigo! ¡Cómo se sacrifica por ellos
en su pasión y muerte! “Recibe a los pecadores.” Apenas acaba de cumplir la
obra de la redención y de resucitar de entre los muertos, y ya nos da, en la
misma tarde de Pascua, el sacramento de la Penitencia. Jesús odia el pecado
como le odia el mismo Dios. Sin embargo, ama al pecador y quiere salvarle.
Recibe a los pecadores. ¡Cuántas veces hemos experimentado en nosotros mismos
esta verdad! ¡En el sacramento del santo Bautismo y en el de la Penitencia, en
las innumerables inspiraciones y auxilios de la divina gracia! ¿Dónde
estaríamos hoy, si el Señor no nos hubiera recibido con un amor tan intenso,
tan divinamente grande? ¿Qué hubiera sido de nosotros, si Él nos hubiera
abandonado a nosotros mismos? ¡Cuán agradecidos debemos de estarle!
“La
verdadera justicia se
compadece de los pecadores. En
cambio, la falsa justicia se aparta de ellos. Es cierto que también los justos
se apartan de los pecadores, pero lo hacen como se debe: no por orgullo ni
desdén, sino por virtud, por celo santo. Persiguen al pecador, pero con amor.
Si lo corrigen, si lo anatematizan exteriormente, interiormente conservan la
mansedumbre cristiana: lo aman. Anteponen a sí mismos aquellos a quienes
corrigen. Los juzgan interiormente mejores que ellos mismos. En cambio, los que
se enorgullecen de su falsa justicia, desprecian a los pecadores y no tienen
compasión de los débiles: cuanto más justos se creen a sí mismos, más pecadores
son en realidad. A este número pertenecían los Fariseos del evangelio de hoy,
los cuales criticaban al Señor por recibir a los pecadores” (San Gregorio
Magno, en las Lecciones de Maitines).
3. “Esperen en Ti, Señor, los que
conocen tu Nombre: porque Tú nunca abandonas a los que te buscan. Cantad Salmos
al Señor, vosotros, los que habitáis en Sion: porque Él no desprecia las
súplicas del pobre” (Ofertorio).
Jesús “recibe a los pecadores.”
Ahora mismo, en la santa Misa, va a entregarse al Padre por nosotros, para
alcanzar el perdón de nuestros pecados. Va a ofrecerse a sí mismo, para
obtenernos a nosotros la gracia, para hacernos vencedores del pecado, de las
pasiones, de las tentaciones, del mundo. En la sagrada Comunión nos regalará
con un banquete. ¡Tan grande, tan inmenso es su amor a los pecadores!
“En verdad os digo: más se alegran
en el cielo por un solo pecador, que se convierte de veras, que por noventa y
nueve justos, que no necesitan de penitencia” (Evangelio). Examinémonos seriamente a ver si nosotros no somos del
número de los seudo-justos, que no creen necesitar de penitencia, que critican
a los demás, que corrigen con celo amargo los pecados y las faltas de los otros
y miran con desdén al “pecador”. La piedad está fácilmente expuesta a convertirse
en orgullo, en auto justificación y en desprecio del prójimo. Esta clase de
falsa piedad es la que se cree dispensada de la penitencia, la que olvida el
camino de la mortificación y de una seria expiación.
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