LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

EL SANTO AMOR

         1. El Espíritu de Pentecostés, de Cristo, es un espíritu de amor a Dios y al prójimo. La nueva vida, que nos ha sido dada por la Redención, se conserva por el amor. De aquí la apasionada invitación al amor que nos hace la Misa de hoy (del primer Domingo después de Pentecostés).

2. “Dios es amor.” “El que no ama, no conoce a Dios: porque Dios es amor. Dios nos ha demostrado su amor hacia nosotros enviando al mundo a su Hijo Unigénito, para que por Él vivamos nosotros. El amor está, no en que nosotros hayamos amado primero a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor. El que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él. La perfección de nuestro amor a Dios consiste en esperar con tranquilidad el día del juicio. Esa tranquilidad será la mejor señal de que ya vivimos en este mundo como vive el mismo Dios.” Dios es amor. Nosotros poseemos el amor. El amor nos hace semejantes a Dios. Ahora bien: si somos, ya en esta vida, semejantes al Juez, mal podremos temer el ser condenados y rechazados por Él en el día del juicio, en la hora de la muerte. Esta confianza nos la da el amor. “En el amor no existe el temor. La caridad perfecta arroja fuera todo temor, porque el temor lleva adjunta la pena. El que teme, no posee el amor perfecto.”
“Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos mutuamente. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amáramos los unos a los otros, entonces dios permanecerá en nosotros y su amor será perfecto en nosotros. Si alguien dijere: amor a Dios, y, sin embargo, odiara a su hermano, ese tal es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ve: ¿cómo podrá amar a Dios, a quien no ve? Dios nos ha dado este precepto: El que ame a Dios, debe amar también a su hermano.” “El que crea estar en la luz y, sin embargo, odie a su hermano, no está sino en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz. El que odia a su hermano, está en tinieblas y camina en tinieblas (pecado): no sabe a donde va, pues las tinieblas han cegado sus ojos” (I Jonh. 2, 9-II).

3. La sagrada liturgia ha elegido la Epístola del primer Domingo después de Pentecostés para inculcarnos el gran mandamiento divino del amor a Dios y al prójimo. La perfección cristiana consiste el perfecto amor a Dios y al prójimo. El amor es el fin de todos los mandamientos. Sin el amor a Dios y al prójimo es imposible cumplir los preceptos y obligaciones de la vida cristiana. Y, viceversa, el amor es el perfecto cumplimiento de todos los demás preceptos y obligaciones. Es la raíz, la vida, el alma de las virtudes, la primera y la última de las virtudes. Más aún: es la suma de todas las virtudes. Si falta el amor, falta todo. Si hay amor, lo hay todo. El amor ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. No podremos dar grandes limosnas; no podremos tampoco practicar extraordinarias y heroicas mortificaciones: pero podemos amar.
La Misa de hoy subraya con gran insistencia el precepto, la obligación del amor al prójimo. “El segundo mandamiento, parecido a este primero, es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos están resumidos la Ley y todos los Profetas” (Matth. 22, 39-40). El fruto del episodio de Pentecostés, de la venida del Espíritu Santo, está resumido en estas palabras de los hechos de los Apóstoles: “La multitud de los fieles poseía un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyo a lo que cada cual poseía, sino que todo lo consideraban como de todos. Y en todos ellos reinaba una gran generosidad. No existía entre ellos ningún necesitado” (Act. Ap. 4, 32sg.). Por eso, “permanecían constantes en la doctrina de los Apóstoles y en una vida de fraternal comunidad, tanto en la fracción del pan como en la oración” (Act. Ap. 2,42). Todos vivían íntimamente unidos por el Espíritu Santo, por el lazo del amor. ¡Qué lejos estamos los cristianos de hoy de esta fraternal unión! ¡Esto es lo que más hace sufrir a la santa Iglesia!
“Yo dije: Señor, ten misericordia de mí: sana mi alma, porque he pecado contra ti.” Sea esta la confesión que nos arranquen las palabras de la Epístola. El cristianismo es amor a Dios y al prójimo. ¡Y, sin embargo, nosotros, a pesar de toda nuestra piedad, no hacemos más que faltar y pecar contra este amor, singularmente contra el amor al prójimo!
“Atiende a la voz de mi súplica, oh Rey mío y Dios mío: porque a ti oro, Señor” (Ofertorio), ahora, en el ofertorio, en el sacrificio de la santa Misa. He aquí una buena oración para implorar el perdón y la misericordia de nuestros muchos pecados contra el amor. He aquí una buena oración para implorar el perdón y la misericordia de nuestros muchos pecados contra el amor. He aquí una buena oración para impetrar la fuerza necesaria para amar. “La caridad es paciente, benigna, no envidia, no se vanagloria, no se infla, no es ambiciosa, no busca su propia conveniencia, no se irrita, no piensa mal, (I Cor. 13, 4 sg.) ¡Qué lejos estamos nosotros de todo esto! ¡Por causa de nuestro amor propio y de nuestro orgullo!
Ofrecemos nuestro sacrificio. Recibamos la sagrada comunión. Con la fuerza de la santa Eucaristía comencemos a amar de nuevo y con más perfección que hasta aquí. Éste es el fruto que, según la sagrada liturgia, deben producir en mostros el sacrificio eucarístico y la sagrada Comunión. Esta última, además del cuerpo y sangre de Cristo, nos da también su espíritu. La sagrada Comunión. Esta última, además del cuerpo y sangre de Cristo, nos da también su espíritu. La sagrada Comunión es un nuevo Pentecostés. Mediante ella nos convertimos en hombres espirituales, animados por la fuerza del santo amor de Dios y del prójimo. Por eso, al recibirla, cantemos jubilosos: “Narraré todas tus maravillas, oh Altísimo. Me alegraré y regocijaré en ti y cantaré salmos a tu Nombre” (Comunión). Te alabaré con mis aspiraciones más íntimas; te ensalzaré con mi vida práctica. ¡El santo amor sobre todo!         

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