MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


¡QUE ELLOS SEAN UNA MISMA COSA!

         1. “Te ruego también por todos aquellos que han de creer en mí por su palabra (de los Apóstoles), para que todos ellos sean una misma cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. También ellos deben ser una misma cosa en nosotros” (Joh. 17, 21). La santísima Trinidad, la Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad: he aquí nuestro modelo y la fuente de nuestra unidad en el mutuo y fraternal amor.

2. La santísima Trinidad es el modelo de la unidad, del amor mutuo. La vida de las tres divinas Personas es una vida de substancial comunidad. No obstante su distinción, las tres Personas son una misma cosa, tanto en su naturaleza como en su entendimiento, en su inteligencia y en su amor. No existe aquí ningún yo solitario, ningún pensar solo en sí mismo, ningún vivir solo par sí. En el seno de la santísima Trinidad existe la más absoluta intimidad, la más perfecta conformidad y compenetración entre las tres divinas Personas. “Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti.” Esta sublime vida de la unidad en la pluralidad y de la pluralidad en la unidad debe constituir el verdadero modelo de la vida de la Iglesia, de la comunidad cristiana, de la familia y de las corporaciones religiosas. Tal es, por lo menos, el anhelo más cordial y vehemente del Salvador. Esto es lo que Él pidió al Padre en su solemne Oración de Supremo Pontífice: “¡Que todos ellos sean una misma cosa!” ¿De qué modo? “como tú, Padre, estás en mí y yo en ti.” “Para que ellos sean una misma cosa, como lo somos nosotros.” ¡Sublime y divino modelo! “Yo estaré en ellos, como tú, Padre, estás en mí.” ¿Para qué? “Para que sean perfectamente una misma cosa.” El verdadero fruto de nuestra unidad, de nuestra comunidad de vida, debe ser éste: que “conozca el mundo que tú me enviaste, y les amaste a ellos, pues, y confesemos la santísima Trinidad con nuestra vida práctica, sobre todo teniendo todos un solo corazón y una sola alma. Demos así testimonio de Cristo. Para ello, vivamos la misma vida de Dios. Portémonos como verdaderos hijos del Padre, para conseguir así su amor. Pero, por desgracia, obramos muy al contrario: siempre que se trata de “ser un solo corazón y una sola alma”, rehusamos, volvemos la espalda.
La fuerza para alcanzar esta íntima unión, nos viene del seno de la santísima Trinidad. Nuestra naturaleza, abandonada a sí misma, es impotente para alcanzarla. Viven en ella la avaricia, la ambición, la envidia, el despótico y disolvente poder del individualismo y de los malos hábitos, el desequilibrio nervioso, la desordenada avidez de comodidades en esta vida. Añádase, además, la enorme diversidad de naturalezas, cada una de ellas con su dura terquedad, con su temperamento apasionado, con sus arraigadas convicciones particulares. Todo esto, y mucho más que omitimos, constituye un obstáculo, poco menos que invencible, al anhelo del Salvador: “que ellos sean una misma cosa”. Solo la gracia es capaz de crear una perfecta unión, sin la más leve hipocresía, sin falsa cordialidad. Ella se nos ha dado cabalmente para vencer la estrechez y el egoísmo de nuestra naturaleza caída y para hacernos anchos, abiertos a la más completa unión, a una perfecta conformidad y compenetración mutuos. “Les he dado la claridad que tú me diste a mí, para que también ellos sean todos una misma cosa, como lo somos nosotros” (Joh. 17, 22). ¡La claridad de la filiación divina, de la gracia santificante! ¿Para qué esta vida de Dios, de la santísima Trinidad, en nosotros? Para que seamos todos una misma cosa, como lo son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La gracia santificante es una emanación, una participación de la vida de Dios, de la vida de la santísima Trinidad. No puede por menos de unir entre sí los espíritus y los corazones. Allí, donde ella vive, rompe forzosamente los lazos de nuestra natural estrechez, de nuestro individualismo, y nos hace católicos, universales, con un corazón abierto a todos. Cuanto más posea un cristiano la claridad de la filiación divina, de la vida de Dios, tanto más impulsado se sentirá a la cordialidad, a la unión, a la concordia, a la compenetración cristiana, con desprecio de sí mismo, de los propios intereses y gustos.

3. “Que ellos sean una misma cosa.” Todos nosotros somos un solo Cuerpo en Cristo. “Recibíos, pues, los unos a los otros, como Cristo os recibió a vosotros” (Rom. 15, 7). “Cuando padece un miembro, todos los demás padecen también con él. Si un miembro se alegra, se alegran con él todos los demás miembros” (1 Cor. 12, 26). Pero, ¿nos hemos convencido alguna vez nosotros, pregunta Bossuet, de que somos realmente miembros de un solo Cuerpo? ¿Quién de nosotros se ha sentido enfermo con los enfermos y oprimido con los oprimidos? ¿Quién ha padecido injusticia con un inocente? En torno nuestro pululan toda clase de miserias espirituales, morales y temporales, y, sin embargo, nosotros no paramos mientes en ellas. ¡Qué poco convencidos estamos de que todos debemos ser una misma cosa! ¿No debiéramos compartir las necesidades de nuestros hermanos, sentirnos culpables con ellos, poner a su disposición nuestra actividad y toda nuestra vida? ¡Éste sí que sería un espíritu verdaderamente cristiano!
“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Evangelio). El Señor nos ordena: No juzguéis, no condenéis a nadie. Y nosotros ¿qué hacemos? Vemos la paja en el ojo del hermano y armamos con ello un gran alboroto. Condenamos al pecador y nos constituimos en jueces suyos. Pero, en cambio, no vemos la viga en nuestro propio ojo. ¿Somos verdaderamente misericordiosos? ¿Alcanzaremos, pues, misericordia el día del juicio? (Evangelio.) ¿No sabemos que solo podremos obtener la gracia y la filiación divina en la medida en que poseamos y alimentemos en nosotros el fuego de la caridad?
“Señor: compadécete de mí y sana mi alma, porque he pecado contra Ti” (Gradual). La liturgia nos remite a la Eucaristía, a la incorporación con Cristo. De esta incorporación fluye hasta nosotros el espíritu de Cristo, el espíritu del amor. “Contaré todas tus maravillas. Me alegraré y regocijaré en ti.” En la sagrada Comunión me has hecho participante de tu santo amor (Communio).

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