SÁBADO DE LAS CUATRO TEMPORAS DE PENTECOSTÉS


REDIMIDOS

         1. Asociados en espíritu a la primitiva Iglesia, reunámonos hoy en San Pedro, para celebrar todos juntos la Vigilia nocturna que se celebra durante la noche que va del sábado al domingo. Los cristianos de los primeros siglos presentaban sus diezmos en esta Vigilia, en acción de gracias por la feliz cosecha de este año. Aprovechemos también nosotros este último día del tiempo pascual para dar cordiales gracias a Dios por la rica cosecha en frutos espirituales que hemos recogido durante las semanas que acaban de transcurrir. Para la sagrada liturgia hoy es un día íntimo y gozoso reconocimiento.

2. Mirada retrospectiva. “Hermanos: Habiendo sido justificados por la fe, tengamos paz con Dios, por Nuestro Señor Jesucristo. Por Él tenemos también acceso, en virtud de la fe, a esta gracia en que vivimos, y nos gloriamos de la esperanza de la gloria de los hijos de Dios” (Epístola). Estamos redimidos, reconciliados con Dios. No por nuestras obras, no por la virtud y el esfuerzo propio, humano, naturales, sino por la gracia de Dios, por la fe que Dios depositó en nuestra alma en el santo Bautismo. Por la fe en Jesús, en el Crucificado y Resucitado, el cual lavó nuestros pecados con su propia sangre. Estamos redimidos, justificados. Primer fruto de la justificación: estamos en paz con Dios. Podemos acercarnos a Él con toda tranquilidad y seguridad, con toda confianza, plenamente convencidos de que nos ama, de que no existe ninguna distancia entre Él y nosotros: ya estamos reconciliados con Él por Nuestro señor y Nuestro Mediador Jesucristo. Hijos de la ira de Dios hasta aquí y de nosotros mismos, desde ahora estamos ya en amistad con Dios, pertenecemos a la Familia divina, somos lo amados, los elegidos de Dios. Segundo fruto de la justificación: por la muerte y la resurrección de Cristo hemos alcanzado el estado de gracia en que ahora vivimos. En virtud de esta gracia que nos ha sido dada, podemos participar y vivir la misma vida divina, una vida llena de inefables tesoros y felicidades. “Ningún ojo vio, ningún oído oyó y nunca pasó por corazón de hombre alguno lo que Dios tiene preparado” para los que hemos recibido la gracia santificante (1 Cor. 2, 9), por la cual “nos hemos hecho participantes de la naturaleza divina” (2 Petr. 1, 4). En la gracia santificante poseemos el germen y la garantía de la futura gloria  de los hijos de Dios. Todavía no se ha manifestado lo que seremos más tarde. Pero sabemos que, cuando aparezca (Cristo), seremos semejantes a Él”, conformados a su gloria en el cuerpo y en el alma. “Lo veremos como Él es en realidad” (1 Jn. 3, 2). Ya no lo contemplaremos más en retrato, sino cara a cara. Descansaremos amorosamente en su Corazón, compartiremos su gozo y su dicha por toda la eternidad. Esta es nuestra esperanza. Y nos gloriamos de ella. ¡No nos engañará!
Perspectiva. “Y no solo de esto, sino que también nos gloriamos de nuestras tribulaciones, pues sabemos que la tribulación engendra la paciencia, y la paciencia la prueba, y la prueba la esperanza. Pero la esperanza no engaña.” Éste es el verdadero cristiano, que ha vivido realmente la Pascua y  Pentecostés. Se alegra de las dificultades y tribulaciones de la vida. Sabe quela tribulación le ofrece ocasión de ejercitar la paciencia. En la paciencia se conserva, se profundiza y fortalece su virtud. La virtud fortalecida engendra la esperanza, la cual no engaña. Alegría en las tribulaciones y dolores de eta vida: he aquí el tercer fruto de la justificación que nos ha obrado la pasión y muerte de Cristo, la Pascua y el santo Bautismo. Sabemos que los dolores causan nuestra eterna felicidad. El incrédulo, el no cristiano es pesimista. Huye del dolor, lo teme, lo evita. Nosotros, en cambio, nos alegramos cuando tenemos que sufrir. No vemos en el dolor un mal: vemos el camino para la gloria eterna. Encierra en su seño para nosotros la salvación eterna.
Seguridad. “La esperanza no engaña, pues la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” Estamos seguros delo que esperamos. ¿De dónde procede esta seguridad? Del amor de Dios hacia nosotros. Éste es el dulce secreto del cristiano. Somos amados por Dios, somos amados divinamente. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre en el Espíritu Santo. Este Espíritu Santo es el amor con que y en el que se ama Dios a sí mismo: es la dulce dicha de la Divinidad. Y este amor suyo no se lo reserva para él solo. Lo derrama también sobre nuestra alma, como un bálsamo salvador, confortante, regenerador. En el Espíritu Santo amamos a Dios como conviene a Él y a nosotros, con el mismo amor con que Él se ama. Por el beso de su paternal amor. ¿Podrá, pues, engañarnos nuestra esperanza, desde el momento en que Dios contempla en nosotros el rostro del Espíritu Santo, por el cual se ama a sí mismo en nosotros”? ¿O no se realizará su promesa: “Como me amó el Padre a mí, así os amaré y o a vosotros”? (Jn. 15, 9). Tal es el jubiloso convencimiento de la sagrada liturgia: “La esperanza no nos engaña, pues la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.”

3. Estos son los magníficos dones del tiempo pascual que hoy terminamos. Estamos redimidos, justificados, reconciliados con Dios, en paz con Él. Poseemos la gracia santificante y la vida divina. Alegrémonos, pues, de las tribulaciones, porque ellas nos purifican y nos unen con el Crucificado y Resucitado, y nos dan la esperanza de la gloria de los hijos de Dios en el cielo. Por encima de todo esto llevamos en nosotros la infalible garantía de lo que esperamos: el Espíritu Santo, el mismo Amor divino en persona. ¿No debemos, pues, alegrarnos? ¿No debemos tener confianza? ¿No somos ricos, aun humanamente, en Cristo y en su Iglesia?
         “Aleluya. Su Espíritu embellece los cielos”, colma de bienes a las almas de los bautizados. “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Profecía primera). “La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones, aleluya, por su Espíritu que habita en nosotros, aleluya, aleluya. Alma mía, bendice al Señor; y todo lo que hay en mí, alabe su santo Nombre” (Introito).
         El tiempo pascual termina con el sacrificio de hoy. “Jesús entró en casa de Pedro”, nos relata el Evangelio de la Misa. Ya es de noche. Se presentan toda clase de enfermos. Él los cura a todos. Al día siguiente abandona la casa. He aquí una perfecta imagen de lo que hoy sucede. Nosotros nos encontramos en la casa de Pedro, celebrando la Vigilia nocturna. El Señor está aquí, para curar nuestras enfermedades. Al despuntar el nuevo día termina el santo sacrificio. “Jesús, saliendo de la casa, se fue”: el tiempo pascual toca a su fin. Nosotros, agradecidos, reflexionemos sobre los muchos beneficios y gracias que el Señor ha derramado sobre nosotros, en su Iglesia, durante estas ocho semanas que acaban de transcurrir.

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