SÁBADO DESPUÉS DE FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
EL AMOR DE JESÚS HACIA
NOSOTROS
1. Al Apóstol San Pablo le fue
concedida la gracia de propagar entre los gentiles “las insondables riquezas de
Cristo”, es decir, las riquezas de la gracia y de la salud que nos fueron dadas
con Cristo. El Apóstol dobla sus rodillas ante el Padre y le suplica nos
conceda la gracia de “poder comprender la anchura y la largura, la altura y la
profundidad (de la misericordia divina, manifestada en nuestra vocación) y el
inmenso amor de Cristo, que sobrepuja a todo entendimiento” (Epístola).
2. “La anchura y la largura, la altura y la profundidad” de la misericordia
de Dios para con nosotros. En el misterio de la infinita condescendencia del
Hijo de Dios para con los hombres: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros” (Joh. 1, 14). En el
misterio de su vida de voluntaria pobreza, de anonadamiento, de obediencia
hasta la muerte, de paciencia, de humildad y mansedumbre, de prontitud para
todo lo que el Padre quisiera de Él. “La anchura y la largura, la altura y la profundidad”,
es decir, las infinitas dimensiones de la misericordia de Jesús en su redentora
pasión y muerte de cruz y en todos los episodios siguientes: cuando su alma se
entristeció hasta la muerte; cuando se cuerpo se vio envuelto en un angustioso
sudor de sangre; cuando fue presentado ante el tribunal de los judíos y fue
condenado a muerte por blasfemo; cuando fue con la cruz a cuestas; cuando fue crucificado
y murió entre los más acerbos dolores. ¡Todo esto hizo Él por nosotros, para
satisfacer a Dios por nuestros pecados! No nos escatimó nada. No hubo un solo
acto, de su espíritu o de su voluntad, que no fuera dedicado a nuestra
redención. No hubo un solo miembro, de su adorable cuerpo, que no fuese
torturado por nuestro amor. No hubo pena, dolor, injuria ni oprobio que Él no
aceptase gustoso por nuestra salvación. No quedó ni una sola gota de su
preciosa sangre que no fuese derramada por nosotros. ¿Quién será capaz de
comprender la anchura y la largura, la altura y la profundidad de la
misericordia y de la bondad del sagrado Corazón de Jesús? ¿Quién podrá medir
las infinitas dimensiones de esta misericordia, manifestada en nuestra vocación
a la gracia, a la salud eterna, a la Iglesia, al santo Bautismo, a la
participación activa en el santo sacrificio de la Misa y en el banquete de la
sagrada Comunión? ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de esta bondad de
Jesús para con nosotros, manifestada en nuestra vocación gratuita a la
incorporación con Cristo, con la vid, y a la posesión, con Él, de la vida
divina: primero, aquí en la tierra, bajo la forma de la gracia santificante y,
más tarde, en el cielo, bajo la forma de la gloria eterna? A muchos los
rechaza: ¿por qué no me ha rechazado también a mí? ¿Por qué me escogió? No,
ciertamente, porque yo lo mereciese, sino por pura misericordia y compasión
suyas. ¡Oh profundidad y sublimidad de la misericordia divina!
“El
amor de Cristo que sobrepuja a todo entendimiento.” ¿Por qué ha manifestado el Señor su
misericordia con nosotros? ¿Cuál es la raíz más profunda de la misericordia de Dios
y de Jesús para con nosotros? “Dios es amor” (1 Joh. 4, 8). Jesús es Dios. Jesús es, pues, el amor mismo. Su
esencia es amor. Sus sentimientos son amor. El amor con que Él nos ama, es tan
inmenso, que no puede ser expresado en palabras, y ningún entendimiento creado
es capaz de comprenderlo. Amor es una fusión del yo y del tú. Para el amante,
el amado no es un tú cualquiera. Entre el amante y el amado no existe la
dualidad: solo existe una completa unión, la más perfecta identidad. “Todo lo mío
es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Joh. 17,
10). En el santo Bautismo Jesús destruyó la barrera que nos separaba de Él:
nos incorporó a sí mismo, a la Cabeza, en una perfecta unidad de vida. En
virtud de esta unión mística, los méritos, las satisfacciones y las oraciones
de Cristo son bienes nuestros, propiedad nuestra. Y todo lo nuestro es suyo. Si
nosotros sufrimos, sufre Él también en nosotros y por nosotros. Si nos
humillamos, se humilla también Él, en nosotros, ante el Padre. Si, animados por
el espíritu de Cristo, practicamos una vida de pobreza y de mortificación,
también Él honra al Padre con nuestra pobreza y con nuestra mortificación.
“Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío.” Jesús no se contenta solo con
haber pagado una vez por nosotros el precio de nuestro rescate. No se contenta
tampoco con ser nuestro Maestro y nuestro Modelo. El amor une. Por eso, Él nos
asocia a sí mismo, crea entre Él y nosotros una misteriosa, pero real y
perfecta comunidad de espíritu, una inefable comunión de vida, de bienes y de
méritos. Ya no puede hacer más por nosotros. Ya no puede amarnos con un amor más
perfecto. Este amor de Cristo, que excede todas nuestras esperanzas y todos
nuestros anhelos, es el que se nos manifiesta bajo el atrayente símbolo de su
sacratísimo Corazón.
3. ¿Qué significa, pues, el culto
del sagrado Corazón de Jesús? Significa nuestra fe, ciega, inquebrantable, en
la misericordia y en el amor infinito de Nuestro Señor. San Pablo nos desea la
inteligencia, la comprensión de este amor de Cristo, es decir, una convencida y
absoluta compenetración con el misterio del inefable amor de Jesús para con
nosotros. Lo que el Apóstol quiere para nosotros es, ante todo, un hondo,
emocionado, total y agradecido convencimiento de nuestra incorporación con el
Señor; una inquebrantable certeza de nuestra comunidad de vida con Cristo; una
seguridad, matemática, exacta, de la perfecta comunidad vital que existe entre
la Cabeza –Cristo- y los miembros- nosotros. Lo que él ambiciona para nosotros
es una constante alegría, un estado de perenne exultación por nuestra unión con
Cristo, por hallarnos incorporados a Él, por tener la inefable dicha de poder
compartir con Él sus viene y su vida.
“Para que podáis comprender con
todos los santos (es decir, con los cristianos) la anchura y la largura, la
altura y la profundidad; para que podáis comprender igualmente el amor de
Cristo, que excede toda inteligencia; y para que podáis, de este modo ser
colmados con toda la plenitud (de la gracia) la misericordia y del amor de
Jesús: he aquí la que ha de constituir nuestra constante preocupación. ¡Ante
todo, contemplar a Cristo! ¡Ante todo y sobre todo, convencernos de nuestra
mística unión con Él! De este modo, irrumpirá sobre nosotros indudablemente
toda la plenitud de Dios.
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