VIERNES DE LAS CUATRO TEMPORAS DE PENTECOSTÉS


PENITENCIA Y PERDÓN

         1. Celebramos el Viernes de las Cuatro Témporas en la iglesia de los doce Apóstoles, la iglesia de los penitentes. Hoy es un día de penitencia y de alegre agradecimiento por el perdón de los pecados.

2. “Tus pecados te son perdonados.” Estamos en el mismo santuario en que los penitentes de Cuaresma alcanzaron su perdón y fueron reconciliados con Dios y con la Iglesia el Jueves Santo. Todo nos grita penitencia. Durante el santo tiempo de Pascua hemos recibido abundantes y magníficas gracias. ¿Hemos respondido a ellas? ¿No hemos seguido cometiendo muchos pecados, infidelidades, negligencias, faltas e imperfecciones? ¡Vayamos, pues, hoy al santo sacrificio, para arrepentirnos sinceramente de todo ello, para hacer penitencia y expiar estos pecados! Nosotros mismos somos el paralítico del Evangelio de hoy. Él está completamente inutilizado. Unos hombres lo transportan sobre su lecho y quieren presentarlo así a Jesús; “pero, no encontrando lugar por donde penetrar en la casa (donde predicaba Jesús), a causa de la enorme muchedumbre de gente que todo lo invadía, abrieron un boquete en el techado y bajándole por él en el mismo lecho, lo colocaron ante los ojos de Jesús. Cuando vio Jesús su fe, dijo: Hombre, tus pecados quedan perdonados. Levántate, toma tu camilla y vete.” “Todo enfermo necesita intercesores que aboguen por su curación. También nosotros necesitamos un intermediario por el que, y en virtud de la palabra del Señor, sean curadas nuestra parálisis y la aridez de nuestra conducta. Necesitamos portadores que lleven al cielo nuestra alma, cuando esté paralítica. Por su intermedio el alma se presentará ante Jesús y merecerá que Él la contemple. ¡Aprende, enfermo, a pedir ayuda! Si desconfías de que puedan ser perdonados tus graves pecados, toma por abogada a la santa Iglesia: ella intercederá por ti. Y el señor te concederá, por consideración a ella, lo que te hubiera negado a ti” (San Ambrosio, en la explanación del Evangelio de hoy).Vete a la Iglesia. Muéstrate al sacerdote. Descúbrele tu enfermedad, tus debilidades, tus pecados. Él pedirá por ti y para ti, en nombre de la Iglesia, para que Dios te sea propicio. Él te alcanzará el perdón de Dios y te dirá, en Nombre y en la virtud de Dios y de Cristo: “Tus pecados te son perdonados.” “Yo te absuelvo de tus pecados.”
“Alegraos, hijos de Sion, y gozaos en el Señor. Dios vuestro. Él os ha dado al Doctor de la Justicia y hará caer sobre vosotros la lluvia de primavera y de otoño, como lo ha hecho hasta ahora (desde el principio). Y se llenará nuestra era de trigo y vuestros lagares destilarán en abundancia vino y aceite. Comeréis hasta saciaros y alabaréis el Nombre del Señor, vuestro Dios, que hizo con vosotros tan grandes maravillas. Y mi pueblo ya no volverá a ser confundido jamás. Porque sabréis que yo estoy en medio de Israel” (Epístola; Profecía de Joel, 2, 23.) Esta profecía se cumple en nosotros. Nuestra deuda fue saldada con la muerte de Cristo. Estamos redimidos. Somos hijos de Dios, amados divinamente por el Padre. “Llénese mi boca de tu alabanza, aleluya; para que pueda cantar, aleluya. Se alegrarán mis labios, al cantarte a Ti. Aleluya, aleluya” (Introito). Hondo júbilo, santa convicción de nuestra Redención: he aquí lo que caracteriza a este día. Ya nos ha sido dado el Espíritu Santo. Él es el Doctor de la Justicia. “Él os enseñará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14, 25). El Espíritu Santo mora en nuestra alma y nos conduce por el camino de la vida santa, agradable a Dios. Nos fue infundido como el Amor que une al Padre con el Hijo y al Hijo, con el Padre y a nosotros con el Padre y el hijo. Él nos hace vivir en comunidad de vida con la Santísima Trinidad. Es la lluvia primaveral que produce en nosotros toda clase de bienes espirituales y sobrenaturales. ¿No debemos, pues, regocijarnos? ¿No debemos “ensalzar a Dios y decir: Hoy hemos visto maravillas”? (Evangelio). “Alma mía, alaba al Señor. Alabaré al Señor durante toda mi vida; cantaré salmos a Dios mientras viviere. Aleluya” (Ofertorio).

3. “Aleluya, aleluya. ¡Oh, qué bueno y qué suave es tu Espíritu para con nosotros, Señor! Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.”
En la recta participación en el sacrificio de la santa Misa, alcanzamos por fruto e perdón de nuestros pecados y el de la pena debida por los pecados. Como garantía de este perdón y de otras nuevas gracias y auxilios, se realiza en la sagrada Comunión la personal entrada del Señor en nosotros. “Sabréis que yo estoy en medio de Israel.” Con su santísimo cuerpo derrama también en nuestra alma el Espíritu Santo, como Él mismo ñoclo prometió: “No os dejaré huérfanos. Voy y volveré a vosotros (en la santa Eucaristía), aleluya; y se alegrará vuestro corazón, aleluya” (Comunión).
“Se alegrará vuestro corazón.” Una perenne alegría y una incesante acción de gracias a Dios por las maravillas que ha obrado en nosotros: he aquí la verdadera actitud del cristiano. ¡Estamos redimidos! ¡Ojalá viviéramos mucho más convencidos de esta verdad de lo que en realidad vivimos! El Señor borró nuestros pecados y nos ama. Como garantía de este perdón y de este amor, infunde en nuestra alma su Espíritu Santo. “¡Alma mía, alaba al Señor!” “Llénese mi boca de tu alabanza, para que pueda cantarte, aleluya.”
¡Del hombre paralítico e inútil, al hombre del jubiloso y beatífico Aleluya! Así nos quiere la Iglesia. “Bienaventurado el pueblo que se alegra” (Sal. 88, 16).

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