EL HOMBRE VIEJO Y EL NUEVO

1. La liturgia de hoy dibuja con fuertes trazos y sitúa frente por
frente a dos tipos esencialmente antagónicos: el hombre viejo, el
hombre sin Dios y sin Cristo, el hombre de la “pura humanidad” y el
hombre nuevo, nacido de Dios en el santo Bautismo, lleno del Espíritu
Santo por el sacramento de la Confirmación, espiritualizado,
cristificado, divinizado y que marcha hacia el Dios eterno como a su
meta definitiva.


2. El santo viejo. “En otro tiempo pusisteis vuestros miembros al
servicio de la inmundicia y de la iniquidad, para vivir
desenfrenadamente”, según los deseos de un corazón inclinado
profundamente al mal. Para vivir libertinamente, sin freno alguno, sin
sujeción a los mandamientos de Dios ni a la ley moral natural, impresa
y grabada por el mismo Dios en lo más hondo de todos los corazones.
“Erais esclavos del pecado y vivíais alejados de la justicia”
(Epístola): con estos negros colores nos pinta el Apóstol al hombre
irredento. “Aunque conocieron a Dios, no le honraron como a tal. Al
contrario, se desvanecieron en sus pensamientos y miserias (es decir,
en sus ídolos) y se entenebreció su estulto corazón. Por haber
despreciado a Dios, Dios les abandonó a ellos y les entregó al réprobo
sentido, para que hicieran lo que no conviene. Por eso, se encontraron
llenos de toda iniquidad: de malicia, de fornicación, de avaricia, de
envidia, de homicidio, de engaño, de hipocresía, de malignidad, de
murmuración, de detracción. Se hicieron odiosos a Dios, disputadores,
infamadores, soberbios, inflados, malhechores, desobedientes a los
padres, idiotas, descompuestos, sin cariño, sin honor, sin entrañas,
sin misericordia” (Rom. 1, 21 sg.). Así lo vivió y lo vio San Pablo. Y
el hombre moderno corrobora el juicio del Apóstol. Su máxima
fundamental reza: fuera Dios, fuera la fe en un Dios, en un Cristo, en
una sobrenaturaleza, en un orden sobrenatural, en un mundo del más
allá. No existe más que este solo Dios: el espíritu humano, la
humanidad. El hombre es su propio legislador, su ley y su juez.
Cualquier otro precepto, que no proceda de él mismo, aunque provenga
de la expresa voluntad de Dios, es un precepto inmoral y no debe
cumplirse. Por eso, ¡huelga toda doctrina acerca de un pecado, de una
caída original! La naturaleza humana es esencialmente buena, hermosa,
casta, pura, santa. El hombre no tiene más que obedecer a su
naturaleza, vivir conforme a ella, satisfacer todos sus instintos y
exigencias. ¿Qué necesidad hay, pues, de un Redentor, de una
Encarnación del Hijo de Dios, de una Iglesia, de una ayuda divina, de
una gracia sobrenatural? Tal es el espíritu del hombre moderno, del
hombre autónomo, libertado de Dios, incrédulo. ¡Él mismo es su Dios y
su ley! ¿Qué extraño, pues, el que contemplemos por todas partes tanta
injusticia, tanta insinceridad, tanto egoísmo, tanta inmoralidad,
tanta corrupción y miseria moral? “Por haber despreciado a Dios, Dios
les abandonó a ellos y les entregó al réprobo sentido.” ¡Les hizo
esclavos del pecado, de la incredulidad, de la negación de Dios, del
odio a Dios, de la autodivinización! “El fin de todo esto es la
muerte.”
El hombre nuevo pone sus “miembros al servicio de la justicia, para
vivir santamente. Vosotros fuisteis libertados del pecado (en el santo
Bautismo) y hechos siervos de Dios. Ahora vuestro fruto es la santidad
y, al fin, la vida eterna” (Epístola). ¡Es virtud de nuestro santo
Bautismo y de nuestra incorporación a Cristo, a la vid, hemos sido
convertidos en “árbol bueno”, en ramas, frescas y lozanas, del “buen
árbol” Cristo! “Todo árbol bueno produce buenos frutos.” No basta con
bellas hojas estériles. El Señor exige frutos. “No entrará en el reino
de los cielos el que me diga: Señor, Señor, sino el que haga la
voluntad de mi Padre.” Esto es el hombre nuevo, el cristiano. Muerto
totalmente a los propios gustos, a las seducciones de la
concupiscencia de la carne, al atractivo y a la esclavitud de los
bienes y de los placeres terrenos, al deseo de brillar y de ser
honrado por los hombres, vive solamente para “la voluntad del Padre”.
¡Es el árbol bueno, que produce buenos frutos! Para él no existen más
que Dios y su santa voluntad. ¡Dios y su santa voluntad y beneplácito
en todo y ante todo! Estos son los frutos del hombre nuevo. Esto fue
lo que juramos en nuestro santo Bautismo, al proclamar: “Creo en
Dios”, es decir, me consagro a Dios, quiero vivir solamente para Dios,
para su santa voluntad y beneplácito.


3. La sagrada liturgia nos presenta hoy una prueba decisiva, que
debemos aplicar también a nosotros mismos. Esa prueba es la siguiente:
“Por sus frutos los conoceréis” –al hombre viejo y al nuevo. “Las
obras de la carne (del hombre viejo) son bien manifiestas. Se llaman:
fornicación, lujuria, impureza, idolatría, enemistades, disputas,
emulaciones, ira, riñas, disensiones, divisiones, sectas, envidias,
homicidios, embriagueces y otras cosas parecidas. Los que practiquen
esto, no podrán penetrar en el reino de Dios. Los frutos del espíritu
(del hombre nuevo, sobrenatural) son: caridad, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia,
continencia y castidad” (Gal. 5, 19 sg.).
“Del mismo modo que en otro tiempo pusisteis vuestros miembros al
servicio de la impureza y de la iniquidad, para vivir
desenfrenadamente, así debéis ponerlos ahora al servicio de la
justicia para vivir santamente.” En el santo Bautismo nosotros nos
pusimos, en cuerpo y alma, al servicio de la justicia, del
cumplimiento de la voluntad divina. Al tomar parte todos los días en
el santo sacrificio de la Misa tratemos de renovar, de ahondar y
robustecer cada vez más esta nuestra entrega y sumisión a Dios y a su
santa voluntad. Depositemos sobre la patena todo cuanto somos y
poseemos. Nada de lo nuestro debe pertenecer ya más al mundo, a la
tierra, al pecado, a la propia voluntad. ¡Debemos entregarlo todo a
Dios y a su santa voluntad! ¡Solo a Dios y a su santa voluntad! En la
sagrada Comunión ahondemos y perfeccionemos nuestra incorporación con
Cristo. Dejémonos invadir y saturar, cada día más y más, del espíritu
de Cristo, para que nuestros miembros se entreguen totalmente al
servicio de la justicia y podamos después repetir con el Señor: “Mi
único alimento consiste en hacer la voluntad del Padre que está en los
cielos” (Joh. 4, 34).


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