LA SEPTIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
EL SANTO
BAUTISMO
1. Recordemos hoy con nueva insistencia el significado de
nuestra fe cristiana. El “hombre viejo”, corrompido por el pecado de Adán,
nacido en estado de pecado, es sepultado en el santo Bautismo. Queda exánime en
el sepulcro, queda muerto, convertido en cadáver. Del agua bautismal surge el
hombre nuevo, fiel copia del Señor saliendo glorioso del sepulcro. Asciende
lleno de la vida de la gracia, poseyendo la filiación divina. El santo Bautismo
que recibimos un día, significa, pues, muerte y vida.
2. “Por el Bautismo fuimos sepultados con Cristo en la
muerte” (Epístola). La intención de Dios, al crear al hombre, era la de que
todos penetrásemos en esta vida como hijos de Dios, poseyendo la gracia
santificante y adornados con las virtudes sobrenaturales y con los dones del
Espíritu Santo. Pero el pecado de Adán desbarató los planes divinos. Por su
pecado perdió para sí mismo y para toda la humanidad, de la que era cabeza y
representante, la gracia y el derecho a la herencia que nos esperaba en el
cielo. Dios se compadeció de nosotros. Envió a su propio Hijo para que, como
nueva Cabeza de la humanidad, reparase la ofensa hecha a Dios por el primer
Adán. Por eso, durante toda su vida mortal, desde su entrada en este mundo
hasta la consumación de su sacrificio sangriento sobre la cruz, el Salvador fue
una estampa viva del dolor, de la muerte y del sacrificio. Jesús fue el Cordero
sin mancha, que tomó sobre sí todos los pecados del mundo. Dios cargó sobre sus
espaladas la deuda de toda la humanidad. El Señor aceptó gustoso, desde el
primer instante de su vida terrena, todo lo que el Padre quisiera de Él. Por
eso, toda su existencia fue un ininterrumpido sacrificio. Su anonadamiento en
Belén, su huida ante la persecución de Herodes, el odio de sus enemigos durante
toda su vida pública, su pasión y muerte de cruz: todo nos lo revela como el
cordero sacrificial, que es conducido al matadero (Jer. 11, 19); como el
gusano oprimido y aplastado por el pie, de que nos habla el Salmista (Ps.
21, 7). “Por el Bautismo nosotros fuimos sepultados con Él en la muerte.”
Por el santo Bautismo hemos sido incorporados a su vida de constante
sacrificio, de dolores, renuncias y humillaciones. “Llevamos siempre sobre
nuestro cuerpo la pasión y muerte de Jesús” (2 Cor. 4, 10). Hemos sido
crucificados con Él (Epístola), y bebemos del cáliz de su pasión (Matth.
20, 22). A nosotros se refieren también aquellas palabras escritas de
Jesucristo: “¿Acaso no convino que Cristo padeciese, para poder penetrar así en
su gloria?” (Luc. 24, 26.) “Por el Bautismo hemos sido sepultados con Él
en la muerte”, hemos sido sumergidos, anegados en la propia muerte del
Salvador, hemos sido hechos coparticipes, compañeros de su mismo sacrificio y
de su muerte.
“Del mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos,
así también nosotros
debemos caminar en una vida nueva.” Con su resurrección el Señor comenzó una
nueva vida. Cierto que toda su vida mortal fue una existencia dedicada en
absoluto al Padre y solo al Padre: “Hago siempre lo que agrada al Padre” (Joh.
8, 29). Sin embargo, durante toda su vida en este mundo pesó sobre sus
espaldas la deuda de la humanidad pecadora, estuvo siempre sujeto a la
obligación y a la necesidad de padecer y morir. En cambio, después de su
resurrección ya no podrá padecer ni morir. La deuda de la humanidad para con
Dios ya está saldada y expiada. Cristo posee desde ahora la vida en toda su
plenitud, en toda su firmeza y seguridad. “La muerte ya no volverá a dominarle jamás:
porque vive, y vive solo para Dios.” En el Resucitado todo lleva el sello de la
vida. De una vida gloriosa, plenamente libre espiritualizada, exenta de toda
pasión, irrecusable. De una vida, que es toda ella un infinito e incesante
himno de alabanza y de acción de gracias al Padre. De una vida, que será
coronada, cuarenta días después, con la ascensión y la definitiva exaltación de
Jesús. “También nosotros debemos caminar en una vida nueva.” Del mismo modo que
Cristo, al resucitar, dejó abandonados en el sepulcro los lienzos que envolvían
su cuerpo, símbolo de su pasibilidad y de su muerte, y surgió, libre de la
tumba, a una nueva vida; así también nuestra alma, al descender al sepulcro del
agua bautismal, dejó allí los lienzos del pecado, se purificó de toda mancha y
surgió, blanca y resplandeciente, a una nueva vida, a la vida de la gracia, de
la filiación divina. Desde entonces caminamos “en una vida nueva”, en la fuerza
y claridad de la vida sobrenatural, de la vida divina. El santo Bautismo sembró
en nuestra alma el germen de la vida divina. Este germen, pequeño grano hundido
en la tierra y lleno de concentrada vitalidad, debe ser desarrollado mediante
una lucha constante contra nuestras malas inclinaciones y contra el mundo
exterior; precisa ser afianzado, robustecido y confirmado, cada vez con mayor
vigor, mediante una vida virtuosa y santa.
3. ¡Muerte y vida! ¡Cuanta más muerte, más vida! Nadie
puede servir a un mismo tiempo a dos señores, a Dios y a Mammón. Tampoco se
puede servir a la vez a Dios y al pecado, al hombre nuevo y al viejo. El
cristiano exige firmeza de carácter, virilidad, constancia, fijeza de
principios, claridad de conducta, ánimo varonil en todas las obras.
En la santa Misa debemos morir a nosotros mismos, al
hombre viejo. Debemos inmolarnos con Cristo, morir con y en la substancia del
pan, para resucitar después a una nueva vida. Vigorizados con la fuerza que nos
dará nuestra comunidad de sacrificio con el Señor, que se inmola a sí mismo al
Padre, lancémonos animosos a nuestras tareas y obligaciones de cada día,
llevando en nosotros el misterio de la muerte y de la vida: de la muerte al
pecado y de la vida para Dios, en Cristo Jesús, tal como la acabamos de recibir
en el santo sacrificio y en la sagrada comunión.
Luchemos, pues, todos los días, cada vez con más coraje,
hasta alcanzar una perfecta muerte y una perfecta vida. Esta última será
nuestra definitiva herencia en la eternidad, cuando el Señor nos llame y nos
diga: “¡Ea, siervo bueno y fiel! Puesto que has sido leal en lo poco, voy a
colocarte al frente de lo mucho: entra en el gozo de tu Señor” (Matth. 25,
21).
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