LA SEPTIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
“RENOVAOS.”
1. La vida divina, que recibimos el día de nuestro santo
Bautismo, se nos infundió entonces solo como un germen. Este germen debe ser
desarrollado y robustecido después mediante la constante acción e influjo de la
gracia, del Espíritu Santo, en nuestra almas.
2. “La muerte del pecado” se realizó por vez primera en
nuestro santo Bautismo. Pero esta muerte debe ser mantenida, confirmada,
renovada y afianzada todos los días, ininterrumpidamente. Así lo exige una de
las leyes fundamentales de la actual economía de la salvación. Con un solo
pecado de Adán perdimos de golpe todos los bienes sobrenaturales con que Dios
había enriquecido nuestra naturaleza. Dios nos devuelve, por el sacramento de
la regeneración, o sea, por el santo Bautismo, el don divino de la gracia, de
la filiación divina. Pero no se nos da con la misma efusión y plenitud con que
lo poseyó Adán antes de su caída. Por el santo Bautismo se nos perdonan el
pecado original y todos los pecados actuales cometidos antes de su recepción y,
como consecuencia de ello, se infunde en nuestra alma la gracia santificante.
Sin embargo, no destruye nuestra concupiscencia mala, nuestra naturaleza
viciada. Ella es la verdadera fuente del pecado, que amenaza constantemente con
destruir y aniquilar nuestra vida divina. Ella es la que impide la rectitud de
nuestra mirada, la que entenebrece nuestra razón y la que nos pone en constante
peligro de ser infieles a Dios y a nuestro santo Bautismo. El Bautismo moderó,
calmó nuestra concupiscencia; pero no la suprimió. ¿Por qué la dejó subsistir?
Para que, de ese modo, pudiésemos experimentar y constatar todos los días
nuestra corrupción natural; para que aprendiéramos a comprender el hondo abismo
de miseria y de ruindad moral que hay en nosotros; para que, convencidos de esta
desoladora realidad, no nos enorgulleciéramos, antes reconociésemos y
confesásemos humildemente nuestra impotencia y nuestra pecabilidad; para que
nos asiésemos ansiosa y confiadamente a Dios y a su gracia; en fin, para que,
en medio de nuestra constante lucha contra el poder del pecado, de las pasiones
y de toda clase de seducciones, permaneciésemos consciente y voluntariamente
fieles a Dios y conquistásemos las virtudes. “La muerte del pecado” se realizó
ciertamente en nuestro santo Bautismo. Sin embargo, todavía permanece en
nosotros la concupiscencia y todos seguimos sintiendo “la ley del pecado, que
domina en nuestros miembros” (Rom. 7, 23). Por eso, nuestra muerte al
pecado no es todavía terminante. Tenemos que hacerla definitiva a lo largo de
nuestra existencia, mediante una constante lucha y oposición contra Satanás y
mediante un viril y resuelto a las tentaciones del diablo y a todas las
seducciones de la carne y del mundo.
“Renovaos interiormente y revestíos del hombre nuevo, creado
por Dios en justicia y santidad verdaderas” (Eph. 4, 23). La gracia,
causa principal de nuestra vida divina, tiende al crecimiento, al desarrollo.
Es un germen. Es el reino de Dios en nosotros, parecido a un granito de
mostaza, que pugna por convertirse en árbol frondoso y corpulento (Matth.
13,31). “El que sea justo, justifíquese más todavía” (Apoc. 22, 11).
Nadie es capaz de lograr aquí en la tierra tal perfección, que ya no pueda ni
deba perfeccionarse más todavía. Sí, “deba”. Nunca podremos adquirir tal grado
de virtud, de fe y de amor a Dios y al prójimo, que ya no podamos acrecentarlo
más. Si no lo hacemos, así, si cesamos de aspirar a más, si no nos esforzamos
por creer constantemente en la gracia y en las virtudes, entonces cesaremos de
progresar en la perfección, dejaremos de ser lo que, según la ordenación
divina, debiéramos ser. Nuestra perfección en la tierra consiste cabalmente en
crecer y progresar cada vez más en la vida de la gracia y de las virtudes, o
sea, en la gracia bautismal. Consiste en un constante adelantamiento
espiritual. Si retrocedemos y hasta caemos alguna vez, volvamos a comenzar de
nuevo con más ahínco y decisión que antes. “Renovaos interiormente” cada día,
en cada momento. No podemos pararnos ni un solo instante, pues nada de lo
creado permanece inmóvil. O se crece, o se disminuye. O se avanza, o se
retrocede. O nos acercamos y fundimos cada vez más íntimamente con Dios y con
Cristo, o nos alejamos de ellos cada vez con mayor distancia. Por algo muchos
santos se obligaron con voto a trabajar incansablemente en el progreso de su
vida espiritual y sobrenatural. Es que conocían perfectamente la mucha
debilidad, indolencia e inconstancia del hombre. Estaban convencidos de que,
abandonados a nuestra propia inclinación, dilapidamos con gran facilidad el
tiempo y la gracia sobrenatural y olvidamos en seguida el principal fin para
que hemos sido creados. “Renovaos interiormente” todos los días “y revestíos
del hombre nuevo, creado por Dios en santidad y justicia verdaderas”. En virtud
del santo Bautismo hemos sido hechos miembros de Cristo y estamos llamados a
vivir su misma. Pero no de un modo tibio y desmayado, sino de una manera tan
pujante intensa, que nos transformemos paulatinamente “en la misma imagen” de
Cristo, hasta que su gracia y sus virtudes resplandezcan en nosotros con toda
su belleza y esplendor.
3. Por todo lo dicho, se ve que en nuestra vida de
cristianos se renuevan constantemente la muerte y la vida. O, mejor
dicho, nuestra vida sobrenatural es un constante estado de muerte –vida. De
muerte para la vida y por amor a la vida. “Conviene que yo disminuya, para que
él crezca (en mí)” (Joh. 3, 30). “Todos vosotros, los que habéis sido
bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gal. 3, 27). No
exteriormente, como si fuera un vestido cualquiera, sino interior, espiritual,
substancialmente. “Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos” (Joh. 15,
5), Cristo quiere, debe revivir en su Iglesia y en cada uno de los
cristianos, cada vez de modo más intenso y perfecto, por su espíritu, su
pureza, su abnegación por el Padre, su vida de humildad, de oración, de pobreza
y de obediencia.
En la intención de Dios, nuestra “muerte al pecado” es
algo definitivo. Y nuestra nueva vida es inmortal. Pero, desgraciadamente,
nosotros podemos tornar a la muerte del pecado por nuestra propia culpa. De
aquí la necesidad de la ascesis. La ascesis deriva directamente de la gracia
bautismal y no tiene otra finalidad que la de ayudar y facilitar el crecimiento
del germen depositado en nuestra alma por el santo Bautismo. La vida cristiana
no es otra cosa que un constante y progresivo desarrollo de los bienes
adquiridos en el santo Bautismo, o sea, de la muerte al pecado y de la vida
para Dios. A este mismo fin tiende de modo particularísimo la sagrada liturgia.
En la santa Misa nos instala todos los días en lo más íntimo de la muerte y de
la vida de Cristo y de su Iglesia y, por ese medio, nos impulsa a “renovarnos
interiormente”.
Nuestra vida en el cielo será también muerte y vida:
muerte o liberación perfecta del pecado, de la muerte y del dolor, y, al mismo
tiempo, pleno desarrollo, perfecta madurez del germen sobrenatural sembrado en
nuestras almas por el santo Bautismo.
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