LA SÉPTIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


MORTIFICACIÓN 
1. El Señor lleva a los suyos al desierto, lejos de las comodidades, de los atractivos y placeres de la vida terrena. “Todos los que hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido bautizados en su muerte” (Epístola). La vida del bautizado es, en su íntima esencia, una muerte continua. El que quiera conservar en sí mismo la vida de Cristo; el que quiera desarrollarla, fortalecerla y llevarla hasta su plenitud, tiene que someterse forzosamente a una vida de enérgica y convencida mortificación, de constante dominio sobre sí propio. Tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz y seguir al Salvador (Matth. 16, 24). Tal es la verdad que quiere grabar en nuestra alma la liturgia de hoy.
2. “Todos hemos sido bautizados en su muerte.” La incorporación a Cristo, operada por el santo Bautismo, es una muerte en Cristo, una crucifixión y sepultación con Cristo, una comunidad de muerte con Cristo, una asimilación y reproducción de la muerte del Señor, una estrecha e íntima compenetración con Cristo muerto, crucificado. Estar bautizado significa estar muerto con Aquel que, por nuestra salud, se entregó voluntariamente a una vida de pobreza, de renuncia y de mortificación y aceptó gustoso la cruz y la muerte. El camino para el hombre nuevo en Cristo, para la nueva vida, para la posesión de la vida divina en Cristo y en su Iglesia pasa inevitablemente por la muerte, diaria, de cada minuto, con Cristo. Para poder vivir con Cristo hay que morir antes con Él. La meta, hacia todas las esperanzas y toda la vida del bautizado, es la perfecta unión con Dios, con el sumo y único Bien verdadero. Esta unión se realizó plenamente cuando el Hijo de Dios se revistió de la naturaleza divina. Sin embargo, considerado en cuanto hombre, nuestro Señor y Salvador tuvo que conquistar esta unión con Dios mediante los numerosos actos morales de su vida mortal. Su voluntad humana tuvo que someterse totalmente a la voluntad divina. Sus dos voluntades, la humana y la divina, tuvieron que marchar siempre acordes en todo. ¿Cómo logró Nuestro Señor alcanzar esta sublime y admirable armonía, esta inefable unidad? ¿No fue acaso mediante una constante y absoluta subordinación de su voluntad y de sus sentimientos humanos a la voluntad y al beneplácito del Padre? ¿No fue mediante un continuo desprecio y olvido de sí mismo, y mediante la aceptación, gustosa, alegre, desinteresada, de la amarga, dolorosa y cruelísima muerte de cruz? Sí; el soberano desprecio y olvido de sí mismo, la total mortificación de su propia voluntad y la muerte de cruz fueron quienes realizaron la plena y perfecta unión moral de la naturaleza humana de Cristo con su divinidad, con Dios. A ello se debió la admirable armonía, la perfecta e inalterable unión, la absoluta y amorosa compenetración que siempre reinaron entre la voluntad humana de Cristo y su voluntad divina. Ahora bien: el camino seguido por Cristo, por la Cabeza no es exclusivo suyo: es también el camino de sus miembros, de los bautizados. Por el santo Bautismo nosotros fuimos sepultados e injertados en Cristo, fuimos unidos e incorporados a Él. Pero esta incorporación, esta unión es solo incipiente. Precisa ser continuada, ampliada, robustecida y completada después por medio de una interminable e ininterrumpida serie de actos morales. El camino para conseguir todo esto, es el trazado y el recorrido por el mismo Cristo: el camino del vencimiento propio, de la mortificación continua, del olvido y menosprecio de sí mismo, conforme al modelo realizado por nuestra Cabeza, por Cristo. Es la copia, la reproducción más exacta posible de la vida y de los sentimientos de Cristo, de la Cabeza. “Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto posees y dalo a los pobres. Vuelve después y sígueme” (Matth. 19, 21). “El que no renuncie a cuanto posea, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14, 33). Mortificación y olvido de sí mismo: he aquí la ley básica de la vida en Cristo. Sin mortificación y sin desprecio de sí mismo es imposible la verdadera vida cristiana, el crecimiento en Cristo, la posesión y disfrute con Cristo de su vida divina. “Hemos sido bautizados en su muerte.”
“No somos, pues, deudores de la carne, para que tengamos que vivir según la carne. Si viviereis según la carne, moriréis; mas, si mortificareis los instintos de la carne por medio del espíritu, entonces viviréis” (Rom. 8, 12 sg.) Estar en Cristo, vivir en Cristo significa esencialmente lucha y guerra sin cuartel contra los malos instintos de nuestro hombre viejo, contra nuestra concupiscencia. Es cierto que, por el santo Bautismo, nuestro cuerpo se ha convertido en templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6, 19). Es cierto también que ahora se halla santificado por la morada de Dios en nosotros, por la gracia santificante y por nuestra viva incorporación a Cristo (1 Cor. 7, 34). Es cierto, en fin, que está llamado a “ser reformado y modelado conforme al glorioso cuerpo del Señor resucitado” (Phil. 3, 21). Sin embargo, tampoco es menos cierto que todavía continúa viviendo en él la concupiscencia, la cual trata de dominarle por medio del pecado (Rom. 6, 12). Sí; todavía continuamos viviendo en la carne y, por lo mismo, las pasiones pecaminosas continúan siempre alertas y prontas a imponerse de nuevo ante el menor descuido nuestro (Rom. 7, 5). En nuestros miembros vive una ley que se opone constantemente a la ley del espíritu, de la razón, y que trata de suplantarla (Rom. 7, 23). Esta ley es la que nos impulsa a la “fornicación, a la impureza y a la lujuria” (Gal. 5, 19). Por eso, la vida en Cristo, que se nos infundió en el santo Bautismo, exige perentoriamente la mortificación, el aplastamiento de la concupiscencia. “Los que son de Cristo, crucificaron su carne con sus vicios y concupiscencias” (Gal. 5, 24). La mala hierba nunca muere espontáneamente, sobre todo la mala hierba del alma. Tampoco crecen espontáneamente las virtudes, ni la perfecta posesión de la vida de Cristo. Es necesario estar siempre trabajando, arrancando malas hierbas, estercolando y cavando con ruda azada la tierra del alma. Es decir: hay que entregarse, constante y decididamente, a la mortificación de la concupiscencia y de la gula; a la mortificación de los sentidos; a la mortificación del alma, con todos sus apetitos y pasiones: la susceptibilidad y la impetuosidad de carácter, el humor caprichoso e inconstante, etc. En fin, hay que luchar también contra los defectos de la naturaleza y del temperamento. “El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo” (Matth. 16, 24). Ésta es la ley básica de la vida en Cristo.
3. “Todos, los que hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido bautizados en su muerte.” Por eso, es una ley invariable de la vida cristiana el que no puede haber salud alguna a no ser en la participación de la cruz de Cristo, en la imitación del Crucificado. ¿No podrían reprochársenos, con razón, a los cristianos de hoy nuestro optimista apego al reposo, nuestra helénica avidez de belleza, nuestra embriaguez de cultura humanística, nuestra excesiva mundanidad? ¿No podrían criticarnos, con justicia, de que vivimos un cristianismo muy modernista? El Señor alimenta con su pan y da sus mejores gracias solamente a los que le siguen al desierto, a los que marchan tras Él por el camino de la mortificación cristiana y de la renuncia a sí mismos.
¡Ojalá comprendiéramos de una vez para siempre el auténtico lenguaje de la liturgia! Ya sabemos lo que ella nos predica. La mortificación y la renuncia a sí mismo fueron el camino de Cristo y son, por lo mismo, el camino de sus miembros, de los bautizados. “Cristo es el mismo hoy que ayer y que siempre” (Hebr. 13, 8).

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