LA SÉPTIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


COMUNIDAD DE DOLORES 
1. Todos hemos sido bautizados en su muerte.” La renuncia del cristiano a sí mismo tiene su culminación más perfecta en la gozosa y voluntaria comunidad de dolores y de cruz con el Señor.
2. “El que quiera venir en pos de mí, tome todos los días su cruz y sígame” (Matth. 16, 24). El Hijo de Dios deja el cielo y baja a la tierra para hacernos participantes de su vida divina. Primero, se hace hombre. Después, trabaja sin descanso por nosotros; corre sin cesar en pos de las almas, para encontrarlas y salvarlas; sufre las injurias y la oposición de los hombres, los cuales no descansan hasta condenarle a muerte y crucificarle. Su vida fue una vida de continuo dolor. Así la prefirió Él mismo. Bebió gustoso, y con absoluta sumisión a la voluntad del Padre, el cáliz que Éste le mandó beber. Para poder llevarnos a nosotros al Padre, para poder abrirnos el cielo, para poder remediar la desgracia de nuestra condenación eterna se sometió Él voluntariamente a una vida de dolores, de sufrimientos y privaciones. Del pesebre a la cruz fue constantemente un “varón de dolores” (Is. 53, 3). Amó con frenesí la cruz, la pobreza, la renuncia. No protestó, al ser azotado injustamente. Sufrió en silencio, y con entera sumisión al Padre, la burlesca coronación de espinas y todos cuantos insultos e injurias se le hicieron. Tomó resignadamente, su vista fija en la voluntad del Padre, la pesada cruz y subió fatigosamente la cuesta del Calvario. Sufrió penas sin cuento. Después de tres mortales horas, en que se desangró lentamente sobre la cruz, “todo se consumó” (Joh. 19, 30). ¡Éste fue, éste es el Hijo de Dios! Su camino fue la cruz, el dolor.
“Todos hemos sido bautizados en su muerte.”   Esto es, esto debe ser el cristiano. Nosotros amamos ciertamente la Pasión del Señor, pero es solo en los libros de meditación, en el Via Crucis o en las frecuentes miradas lanzadas al Crucifijo. Bien está todo esto. Sin embargo, nuestro ser de cristianos, el “estar bautizados en su muerte”, exige algo más que una simple meditación sobre la Pasión. Exige una comunidad de dolores con Cristo práctica, eficaz, fuerte, profunda, que impregne toda nuestra actividad y toda nuestra vida. Para esto hemos sido bautizados. Hemos sido llamados a poseer y gozar un día de la gloria de la Cabeza. Pero, para poder alcanzar la participación y comunidad de su gloria, tenemos que recorrer antes el mismo camino que recorrió la Cabeza y por el cual llegó ella a la conquista de su gloria. Ahora bien: este camino no es otro que el de la comunidad de dolores con Cristo. Tenemos que “ser crucificados con Cristo” (Gal. 2, 19). Tenemos que ser “plantados con Él en la semejanza de la muerte” (Rom. 6, 5). Es decir: tenemos que morir en Cristo y con Cristo. “Todos hemos sido bautizados en su muerte.” La vida del Señor fue una vida de dolores y de muerte. Por lo tanto, solo podremos asemejarnos a Él asociándonos íntimamente a sus dolores, copiando en nosotros sus dolores y su muerte. “Mientras vivamos, debemos entregarnos continuamente a la muerte por Jesús, para que, de este modo, se manifieste también su vida en nuestra carne mortal” (2 Cor. 4, 11). “Debemos llevar constantemente n torno de nuestro cuerpo la mortificación de Jesús, para que también pueda manifestarse su vida en nuestros cuerpos” (2 Cor. 4, 10). Nuestro dolor es un dolor de Cristo. Nuestras tribulaciones son tribulaciones de Cristo (2 Cor. 1, 5). Todo lo terreno debe ser para nosotros una pérdida, estiércol. No debemos anhelar más que dos cosas: la “comunidad de sus dolores” y la “configuración con su muerte” (Phil. 3, 9-10). Con Pablo, no debemos conocer más que “a Cristo, y a Cristo crucificado”. Nuestra vida presente debe ser una vida de gozosa y voluntaria renuncia, una vida de mortificación, de dolores y muerte con Cristo. De este modo, más tarde podrá ser también una vida resucitada, gloriosa y coronada con Él. Amemos la cruz, la renuncia, la pobreza, la mortificación y los dolores que el Señor quiera enviarnos. Él nos dará también su fuerza y su fortaleza, para que podamos resistir, y, por la comunidad de dolores con Él, nos llevará hasta las cimas de la comunidad de su triunfo, de su resurrección y de su gloria en el cielo.
3. “La gracia de Dios está en que uno sufra persecuciones e injusticias por causa de Dios. Si, a pesar de obrar bien, tenéis que sufrir dolores, ésa es la gracia de Dios. A eso habéis sido llamados. También Cristo padeció por vosotros dándoos el ejemplo, para que sigáis tras sus pisadas” (1 Petr. 2, 19-21)
El Señor comienza por clavar en la cruz al que quiere llevar a la santidad. Y, viceversa, Dios derrama sus gracias más extraordinarias sobre aquellos que están perfectamente crucificados con Cristo.
El dolor es, tanto para Cristo, la Cabeza, como para nosotros, sus miembros, la puerta por donde se penetra en las delicias de la gloria. La ausencia del dolor es, pues, según la mentalidad de Cristo, el peor mal que puede sobrevenir en este mundo. Nosotros, por nuestra parte, alegrémonos de sufrir y de morir con Cristo. Si caemos enfermos o nos olvidan y desprecian los demás, sufrámoslo y conformémonos. Si no podemos ayudar al prójimo en la medida en que nosotros deseáramos, sufrámoslo y conformémonos. Si no nos va bien en la oración y en los trabajos o negocios, sufrámoslo y conformémonos. Sufrir en Cristo y con Cristo es mucho mejor que obrar, mucho mejor que alcanzar grandes éxitos, mucho mejor que lograr uno sus pretensiones, por nobles y santas que ellas sean. La ciencia más difícil, pero también la más provechosa y fecunda, es la de saber padecer con Cristo. “Nosotros hemos sido bautizados en su muerte.”
La sagrada liturgia nos conduce todos los días a la gran escuela de la cruz: al santo sacrificio de la Misa. Aquí aprendemos a renovar y a profundizar, cada vez con más intensidad, nuestra comunidad de sacrificio y de dolores con Cristo, para poder acrecentar y ahondar después, en la sagrada Comunión, nuestra íntima y total comunidad de vida con Él.

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