MARTES DE LA OCTAVA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


EL BUEN ÁRBOL

1. Pascua nos dio la nueva vida. El Espíritu de Pentecostés la
desarrolla y la hace madurar. Es algo así como el sol del verano, el
cual hace que, con su luz y con su fuego, maduren las mieses del
campo. Al llegar el verano, el labrador sale a recorrer sus campos,
para ver cómo marchan, para ver si están ya bien crecidos y maduros
los trigales. Esto mismo es lo que hace hoy la sagrada liturgia.
Aguarda ansiosamente la cosecha. Espera anhelante los frutos. “Por sus
frutos los conoceréis”  (Evangelio). Por sus frutos los conoceréis a
los auténticos cristianos, a los hombres verdaderamente piadosos, a
las personas entregadas de veras a Dios. No basta con estar bautizado,
con pertenecer a una Orden religiosa, con llevar un hábito o un velo
religioso. Se necesitan frutos. Deben hablar las obras antes que nada.
“Todo árbol que no dé buen fruto, será arrancado y lanzado al fuego”
(Evangelio). La liturgia se preocupa seriamente del crecimiento y de
la madurez de nuestra vida divina.

2. “El mal árbol produce malos frutos”. También él produce frutos,
pero son frutos malos, silvestres, inaprovechables. Son árboles malos,
todos los que no han recibido aún el santo Bautismo, todos los que aún
no poseen la gracia santificante, los que están privados de la vida de
Dios y de Cristo, los que viven según las inclinaciones, las pasiones
y la mentalidad de la naturaleza corrompida. Todos éstos podrán
trabajar afanosamente, podrán realizar grandes esfuerzos y sacrificios
de orden natural, podrán contribuir poderosamente, con sus talentos y
con su febril, actividad, al progreso y al bienestar del mundo. Podrán
producir abundantes frutos, pero son frutos inútiles, corrompidos,
nacidos de la muerte, sin valor para la vida eterna, a la que todos
estamos llamados. Son árboles malos, todos aquellos que, después de
haberse unido a Cristo pro el santo Bautismo, quebrantan sus votos
bautismales y se vuelven a separar de Dios y de Cristo por el pecado
mortal. Conservan todavía su carácter bautismal y la fe en Dios y en
Cristo; pero están muertos, son ramas secas, sarmientos desgajados de
la vid Cristo. Son completamente estériles para el bien, no pueden
producir frutos de santidad. En cambio, son fecundos para el mal y no
producen más que pensamientos, palabras, deseos y obras contrarias a
la santidad, pecaminosas. Son árboles malos, todos aquellos que,
aunque continúen en posesión de la gracia santificante y en vivo
contacto con Dios y con Cristo, no dedican, sin embargo, a su vida
divina todo el cuidado que debieran y que ella exige. Estos tales no
cometen, ciertamente, pecados mortales; pero, por lo demás, tampoco se
preocupan gran cosa del desarrollo de su vida interior. Aman la
comodidad, no les gusta molestarse, rehúyen todo esfuerzo
verdaderamente serio, les molesta tener que sujetarse a un reglamento,
se ocupan lo menos posible de su vida espiritual. Son tibios. ¿Frutos
de todo esto? “¡Ojalá fueras frío o caliente; mas, porque eres tibio,
voy a vomitarte de mi boca!” (Apoc. 3, 16). Son árboles malos, todos
los que no trabajan sincera y afanosamente por el desarrollo de su
vida sobrenatural; los que no se esfuerzan con energía por adquirir
las virtudes y la perfección cristiana. Todos éstos son árboles que
reverdecen y echan hojas; pero no pasan de ahí. Finalmente, son
árboles malos, todos aquellos que trabajan por adquirir la perfección,
pero que lo hacen, no por motivos sobrenaturales, sino por cálculos
puramente humanos. Su aparente virtud, su cristianismo obedece
únicamente al deseo de granjearse crédito y estimación entre los
hombres, a la esperanza de conseguir altos cargos o dignidades, o,
simplemente, al deseo de no singularizarse, de hacer lo que hacen los
demás. Todos éstos producirán ciertamente frutos, pero serán frutos
dañados, inútiles.
“El buen árbol no produce malos frutos.” Es buen árbol, la santa
Iglesia. Ella es árbol “plantado junto a las corrientes de las aguas,
de perenne verdor en sus ramas y que siempre produce fruto a su debido
tiempo” (Ps. 1, 3). Las raíces de este buen árbol se hunden en el
mismo Dios, en Cristo, en el abierto costado del nuevo Adán, dormido
sobre la cruz. De Cristo, de su inmensa plenitud vital brota un
impetuoso torrente de fresca savia, de gozosa y fuerte juventud, de
madura y perenne fecundidad, que se expande después por todos los
miembros y articulaciones de la santa Iglesia, a través de las venas o
canales de los santos sacramentos. Este árbol de la Iglesia está
siempre produciendo nuevas ramas, nuevas flores y nuevos frutos. Está
brindando constantemente a su celestial Esposo nuevos racimos maduros,
nuevos hijos espirituales, nuevos santos. También nosotros podemos ser
árboles buenos en el jardín de la santa Iglesia. En nosotros pensaba
Ezequiel, al contemplar la misteriosa fuente que, brotando al pie del
templo de Dios, se convertía después en un impetuoso y fecundante
caudal, en cuyas márgenes crecían, florecidos y hermosos, millares de
árboles fructíferos. El templo, donde brota la misteriosa fuente, es
Nuestro Señor Jesucristo. “De su plenitud hemos participado todos”
(Joh. 1, 16). Todos crecemos en Él, como sarmientos suyos: “Yo soy la
vid, vosotros sois los sarmientos” (Joh. 15, 5). El impetuoso
torrente, que fluye de la fuente, es la divina gracia, que sale de
Cristo, del Salvador, y se expande por todo el cuerpo de su Iglesia, a
través de los canales de los santos sacramentos y por medio de las
innumerables excitaciones, iluminaciones y auxilios extraordinarios
con que el Espíritu Santo actúa en nuestra alma. Los árboles
florecidos, junto a las aguas, somos nosotros mismos. Estos árboles
producen sus frutos a su debido tiempo: frutos de buenos sentimientos,
de obras rectas y santas, de santo amor a Dios y al prójimo; frutos
dignos de Dios y provechosos para la vida eterna. Estos árboles
–nosotros- serán a veces flagelados por los vientos huracanados del
mundo, por las horribles tempestades de la vida; serán tentados y
probados con toda clase de dolores y miserias. Pero, no importa.
Mientras mantengan sus raíces hondamente hincadas en Cristo, no serán
conmovidos. Nadie podrá arrebatarles su vigor y su fecundidad. Estos
árboles reciben su fuerza vital y su fecundidad del mismo Cristo,
fuente y plenitud de toda santidad y de toda nobleza, de toda bondad y
de toda fortaleza. “El buen árbol no puede dar malos frutos.” Todo
consiste en que permanezcamos siempre íntimamente unidos con Cristo y
en que cada día tratemos de acrecentar y ahondar todavía más esa
unión. Todo depende de que nos entreguemos a Él sin reserva alguna y
de que seamos cada vez más fieles a lo que le prometimos el día de
nuestro santo Bautismo. Solo se requiere que renunciemos, generosa y
alegremente, a todo lo que pueda destruir o debilitar nuestra unión
con Cristo, a todo lo que pueda impedir o retardar nuestro crecimiento
en la vida divina. “¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!” (San León
Magno.) ¡Sé un árbol bueno, un árbol que siempre dé buenos frutos!

3. Nosotros hemos sido plantados en el jardín de la Iglesia, para ser
árboles buenos. En la santa Iglesia se nos han dado todos los medios,
y en gran abundancia, para poder conservar y acrecentar nuestra vida y
para poder hacerla fecunda. ¿Dónde están, pues, los frutos? Frutos,
frutos es lo que tenemos que presentar: todo lo demás es quimera.
¡Buenos frutos! Frutos de verdadera penitencia, de sincera conversión.
Frutos, sobre todo, de verdadero amor al prójimo. El que crea que ama
de veras a Dios y a Cristo, sin amar, al mismo tiempo, al prójimo, es
un iluso, es un árbol estéril. El verdadero amor al prójimo debe ser
práctico, efectivo, servicial, dispuesto al sacrificio. Debe ser un
amor que no cierre su mano al pobre, al necesitado, antes se la abra
ancha, generosa, cordial; debe ser un amor que reparta con los demás
lo que él tenga, aunque sea poco.
“Todo árbol, que no dé fruto, será arrancado y lanzado al fuego.” “No
todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos.”
“No os contentéis con decir: somos hijos de Abrahán” (Matth. 3, 8),
estamos bautizados, somos hijos de la Iglesia. No os contentéis con
decir: somos católicos, poseemos la verdad. ¡Vuestro cristianismo,
vuestra incorporación a la Iglesia, vuestra posesión de la verdad
deben demostrarse son frutos! ¡Dios no quiere árboles estériles,
quiere árboles cargados de fruto!

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