PIEDAD VERDADERA

1. En virtud del santo Bautismo hemos sido convertidos en sarmientos
de Cristo, de la verdadera y fecunda vid. “Todo sarmiento mío, que no
produzca fruto, será arrancado (por el Padre, por el viñador). El que
produzca fruto, será limpiado y podado, para que produzca más fruto
todavía” (Joh. 15, 1). Nosotros hemos sido llamados a producir fruto,
a producir fruto copioso. “Todo árbol bueno produce buenos frutos.”
“Por sus frutos los conoceréis.” (Evangelio.)


2. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los
cielos.” Nosotros, es cierto, oramos. Oramos mucho. Pero, las más de
las veces, no oramos sinceramente. Nos contamos, con mucha frecuencia,
entre aquellos que se contentan con exclamar: “Señor, Señor”, para
tornar a caer en seguida en sus faltas habituales, para continuar
después satisfaciendo sus propios gustos y aficiones. Muchos
cristianos oran durante largas horas, hacen todos los días su
meditación, nunca olvidan su lectura espiritual ni su examen de
conciencia y se entregan a un sinfín de ejercicios y prácticas
piadosas. Pero, a pesar de todo ello, continúan siendo en su conducta
práctica adustos, egoístas, descomedidos, amigos de sus comodidades.
Rezan mucho, pero después, en su vida ordinaria, se descomponen e
irritan por cualquier pequeñez, no saben dominarse a sí mismos, están
llenos de aspereza en su trato, en sus cerebros no bullen más que
prejuicios contra los demás, son poco caritativos en sus juicios y en
sus palabras, murmuran y critican de todos y de todo. ¿Serán estos los
frutos de la verdadera oración cristiana? Evidentemente que no. Una
oración como esa no puede ser verdadera, no puede agradar a Dios. Y no
agrada tampoco a los hombres. Lo único que consigue es desacreditar y
hacer odiosa la piedad. El que, en sus oraciones, se contente con
repetir de labios a fuera: “Señor, Señor”, este tal no alcanzará
ninguna bendición celeste. Al contrario, caerá sobre él este fallo
tajante de Cristo: “No entrará en el reino de los cielos”, en el reino
de la verdadera y perfecta vida cristiana. “Todo árbol, que no dé
fruto, será arrancado y lanzado al fuego.”
“El que haga la voluntad de mi Padre: ése es quien penetrará en el
reino de los cielos.” “Por sus frutos los conoceréis.” No basta con
meras palabras, con un inútil “Señor, Señor.” Dios exige, de los que
hemos sido incorporados a Cristo, verdaderos frutos. Ahora bien: el
verdadero fruto es: “Hacer la voluntad del Padre, que está en los
cielos.” La vida práctica es la mejor prueba de la oración verdadera.
Si, a pesar de tanto rezar, no nos hacemos mejores, más
desinteresados, más caritativos, más dispuestos al sacrificio, más
fieles para con Dios y más observantes de sus mandamientos, entonces
es que nuestra oración no es sincera, cordial. Si no nos tornamos cada
vez más fuertes, más animosos, más decididos a luchar contra nuestras
inclinaciones desordenadas, contra nuestros defectos ordinarios; si no
somos cada día más pacientes, más benignos, más dulces con nuestros
hermanos, más indulgentes con las debilidades y faltas de los demás;
si no progresamos constantemente en la humildad, en el aprecio al
propio estado, en el fiel cumplimiento de nuestras obligaciones,
entonces es que nuestra oración no es verdadera, convencida. Si, a
pesar de todas nuestras meditaciones, rezos y demás prácticas de
piedad, no nos hacemos cada vez más perfectos, no estamos cada día más
dispuestos a someternos gustosamente en todo a las disposiciones de la
divina Providencia, a recibir alegremente, como venidas de la mano de
Dios, todas las tribulaciones, enfermedades, desgracias, dolores,
sufrimientos, contrariedades, fracasos, tentaciones y demás pruebas de
la vida, entonces es que nuestras meditaciones, nuestros rezos y toda
nuestra piedad son una cosa ficticia, superficial, puramente externa,
sin ningún contenido interno. La verdadera oración, la verdadera
piedad impulsa forzosamente, y cada vez con mayor urgencia, a
someterse siempre y en todo a Dios, a no ver en todas las cosas y
sucesos de la vida más que la voluntad y el agrado divinos, a secundar
constantemente y por encima de todo los deseos y las órdenes de Dios,
aunque para ello haya que vencer antes la más obstinada resistencia de
la naturaleza. La ley fundamental, la base más sólida y profunda de la
verdadera oración, de la verdadera piedad, es el amor: según amemos,
así oraremos, así viviremos la vida interior. Pero, amar a Dios,
significa estar sinceramente dispuesto a cumplir en todo su santa
voluntad. “El que haga la voluntad de mi Padre: ése es el que entrará
en el reino de los cielos.”


3. La verdadera piedad no consiste en practicar muchos ejercicios
piadosos, en rezar muchas oraciones y durante largas horas. Consiste
en una recta y continua disposición de la voluntad a recibirlo todo
como venido de la mano de Dios y ordenado por su santa voluntad. Esta
disposición, esta actitud de la voluntad debe dominar y determinar
toda la actividad, toda la vida del hombre. El verdadero piadoso
aprueba y acepta gustoso todo lo que le suceda, durante el día y
durante toda la vida, como una cosa dispuesta, ordenada o permitida
por Dios. Todo lo hace, todo lo sufre, todo lo recibe alegremente, con
la vista puesta en Dios, por amor de Dios, para cumplir su santa
voluntad y beneplácito, por su honra, para agradarle y tenerle siempre
contento. “¡El que haga la voluntad de mi Padre!” La verdadera piedad
rompe abiertamente con todo lo que pueda ofender o desagradar a Dios.
Lamenta cordialmente todo desacato hecho a la voluntad divina. Evita
escrupulosamente toda falta voluntaria, toda infidelidad a la gracia,
toda imperfección advertida o consciente. Se preocupa lo mismo de la
oración que del amor al prójimo y del fiel cumplimiento de sus
obligaciones. “No entrará en el reino el que haga la voluntad de mi
Padre.” Seremos verdaderamente piadosos, hombres de auténtica vida
interior, cristianos perfectos, en la medida en que nos esforcemos por
cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos.
“De igual modo que, en otro tiempo, pusisteis vuestros miembros al
servicio de la inmundicia y de la iniquidad, así debéis ponerlos ahora
al servicio de la justicia y de la santidad. De este modo, alcanzaréis
como fruto: primero, la santidad; después, la vida eterna” (Epístola).
Ahora, la santidad por el cumplimiento de la santa voluntad del Padre
que está en los cielos; más tarde, como remate, la vida eterna: he
aquí cuáles han de ser “nuestros” frutos. “Todo árbol bueno produce
buenos frutos.”

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lecc XXII EXPLICACION DE DIOS (1)

LA VIDA INTERIOR

Lecc 21 EXISTENCIA DE DIOS (4)