SEXTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


EL SANTO BAUTISMO

1. Todos nosotros hemos sido bautizados (Epístola) y recibimos la santa Eucaristía (Evangelio). Ambas cosas –Bautismo y Eucaristía- están depositadas en nuestra alma como un germen, el cual debe ser desarrollado constantemente en nuestra vida práctica de cristianos, hasta que, con la acción y el fuego del Espíritu de Pentecostés, alcance su plena madurez.

2. “¿No sabéis que, todos los que hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido bautizados en su muerte? Pues, por el Bautismo, hemos sido sepultados con Él en la muerte. Sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que quedase aniquilado en nosotros el cuerpo del pecado, o sea, el hombre viejo, pecaminoso, y ya no vivamos más para el pecado. Pero, si hemos muerto con Cristo, también sabemos que hemos de volver a vivir con Él. Ahora bien: estamos seguros de que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no morirá más, la muerte ya no tendrá poder sobre Él. Porque, al morir una vez, mató para siempre al pecado; ahora, en cambio, vive solamente para Dios” (Epístola). Esto debe ser el cristiano. Así le quiere Dios, así le quiere la Iglesia. Es un ser muerto definitivamente al pecado. El pecado ya no tiene en él cabida alguna. Por haber muerto al pecado con Cristo, vive desde ahora con Cristo, es un sarmiento vivo de la vid Cristo. Reproduce en si mismo la vida de Jesús, una vida de absoluta entrega a Dios, de íntimo y total amor al Padre. Por tercera vez: “Sabemos.” Sí; ¡ojalá estuviéramos tan penetrados y convencidos de nuestro santo Bautismo como lo estuvieron los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia! ¡Ojalá comprendiéramos y viviéramos, como lo hicieron ellos, lo que nuestro santo Bautismo nos ha dado y pide de nosotros: muerte al pecado y reproducción en nosotros de la vida de Cristo! ¡Qué dignidad tan prodigiosa, tan sublime, la del cristiano! ¡Qué riquezas tan inmensas las suyas!
“Una copiosa muchedumbre de gente” ha seguido a Jesús hasta la soledad del desierto, para poder escuchar su palabra. Hace ya tres días que permanecen a su lado y no tienen nada para comer. Jesús llama entonces a sus discípulos y les dice: “¡Tengo compasión de la multitud! Si los despidiera hambrientos, para que tornaran a sus casas, perecerían en el camino.” Los discípulos no aciertan a proponerle un remedio: “¿Quién podrá encontrar en el desierto pan suficiente para tan grande muchedumbre?” En sus bolsos no poseen más que siete panecillos. Jesús toma los panes, los bendice, los parte y los entrega a sus discípulos, para que los distribuyan entre el pueblo. Todos comen del pan hasta saciarse. Para la sagrada liturgia, el pueblo que siguió a Cristo hasta el desierto, somos nosotros mismos, los cristianos. En el santo Bautismo juramos un día: “Renuncio a Satanás, a todas sus obras y a su dominio. Creo en Dios Padre. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro. Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia Católica, en la comunión de los santos, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.” Nos decidimos resueltamente a Cristo y nos asimilamos su mismo espíritu. Tratamos de reproducir en nosotros su misma vida y todos sus sentimientos más nobles: su amor al Padre, a la pobreza, a la pequeñez, a la obscuridad, a la cruz, al dolor. Para que no perezcamos, durante nuestra ruda peregrinación a través del desierto, Jesús nos reparte cada mañana, por intermedio de sus discípulos, del sacerdote, el confortante pan de la santa Eucaristía. Vigorizados con este alimento, ya podremos vivir la nueva vida, la vida para la cual hemos sido bautizados. De este modo, podremos permanecer muertos al pecado y vivos para Dios, con Cristo Jesús, en nuestra vid, como sarmientos suyos, saturados de su misma vida.

3. “También vosotros debéis consideraros como muertos al pecado y vivos solamente para Dios, en Cristo Jesús” (Epístola). Hechos miembros de Cristo por el santo Bautismo, debemos reproducir en nosotros, durante nuestra vida mortal, la muerte y la resurrección del Salvador. “Cristo es nuestro único camino: contemplémosle. Él padeció, para poder penetrar en su gloria. Buscó la humillación y los desprecios, para poder ser exaltado. Murió, pero también resucitó después” (San Agustín).
“Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (Rom. 4,  25). ¡Muerte y vida! Reproduzcamos en nuestra vida el misterio de Cristo –su muerte y su vida-, para estar así íntimamente unidos e identificados con Él en el Bautismo, también habéis resucitado con Él de la muerte, por virtud y gracia de Dios. Estabais muertos en el pecado, pero Dios os ha hecho revivir con Cristo” (Col. 2, 12sg.). El santo Bautismo es la fuente y el origen de toda nuestra dignidad y grandeza sobrenaturales. Él nos ha incorporado a Cristo y, por ende, nos ha dado la vida divina. Comparado con lo que él nos ha granjeado, es estiércol, nada, noche y muerte todo lo que pueda ofrecernos la vida puramente natural y humana, por muy brillante y poderosa que ella sea. Gracias al santo Bautismo, nuestra vida adquiere una importancia y un valor eternos. El día de nuestro Bautismo nacimos a una eterna ventura. En la gracia santificante, que él nos infundió, poseemos la más firme garantía de nuestra futura glorificación. ¿Qué otra cosa, pues, podemos hacer, si no es dar gracias y regocijarnos cordialmente por tantos beneficios?

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