SIERVOS E HIJOS DE DIOS.


1. La Iglesia nos invita hoy: “Venid, hijo, escuchadme: os voy a enseñar el temor de Dios. Acercaos a Él y seréis iluminados, y vuestras caras no serán confundidas” (Gradual). Ésta es la respuesta, por decirlo así, que da la Iglesia, la Madre, a aquellas palabras de la Epístola: “Habiendo sido libertados del pecado, os habéis convertido en siervos de Dios.” Vivid, pues, para Él, servidle con la fidelidad del esclavo, pero, al mismo tiempo, con el espíritu de un hijo, que se cree feliz de poder vivir para el Padre.

2. “Habéis sido convertidos en siervos de Dios.” Siervos de Dios y, por lo tanto, propiedad total, absolutamente suya. Todo nuestro ser, todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos y todas nuestras obras pertenecen a Dios, tienen que pertenecer a Dios, solo pueden pertenecer a Dios. Así se lo prometimos solemnemente el día de nuestro santo Bautismo: “Creo en Dios.” Es decir: creo que yo y todas mis cosas pertenecemos a Dios, y a Él se las consagro. Siervos de Dios. Por consiguiente, para el bautizado no existe más que una sola cosa: la santa voluntad de Dios, del Padre. Nuestra vida solo será verdaderamente cristiana, si la ponemos al servicio de la voluntad de Dios. No vivamos, pues, lo más mínimo para nosotros mismos, para nuestra propia voluntad, para los deseos del propio corazón, para el propio espíritu. No nos dejemos arrastrar nunca por el poder de las propias pasiones desordenadas o por el amor propio. Vivamos siempre y únicamente para lo que Dios quiera, para lo que Él permita, ordene y disponga. En nuestros deberes y obligaciones, en nuestros trabajos, humillaciones, fracasos, dificultades, obstáculos, amarguras,
desilusiones, dolores y demás pruebas de la vida veamos solamente la voluntad de Dios. “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Matth. 26, 39). Del mismo modo que las gotitas de agua, lanzadas en el cáliz, en el ofertorio de la santa Misa, se mezclan y convierten instantáneamente en vino, así también la voluntad del cristiano debe
identificarse completamente con la voluntad de Dios en todas las cosas y accidentes de la vida. Si el grano de trigo es arrojado en tierra y muere, vuelve después a revivir y produce copioso fruto. Y, al contrario, si no se siembra y no se le hace morir, permanecerá él solo, sin ningún fruto (Joh. 12, 24). De igual modo, si nuestra
voluntad se funde e identifica en absoluto con la voluntad divina, si se deja sumergir y sepultar en el abismo de la sabia, pura y santa voluntad de Dios, entonces producirá mucho fruto: será tan poderosa como la misma voluntad divina. ¡Será una misma cosa con la voluntad de Dios! ¡Tal es la sublime cumbre a que quieren elevarnos Pascua y
Pentecostés! “Venid, hijos, escuchadme: os enseñaré el temor de Dios. Acercaos a Él (por el exacto cumplimiento de su santa voluntad) y seréis iluminados.” ¡Una vida de inenarrable dicha y de santo descanso en la unión con Dios! “Dios infundió en nuestros corazones el espíritu de su Hijo, para que clamase: Abba, Padre. No somos, pues, siervos, sino hijos” (Gal. 4, 6). Somos siervos de Dios, pero no con los sentimientos de un siervo de un esclavo, sino con los de un hijo. El esclavo sirve por temor al castigo. Obedece pero no a impulso del amor, movido por el deseo de contentar a su amo, sino a la fuerza, por necesidad, con íntima repugnancia y contrariedad, sin interés por la causa del amo, sin compenetración con él, sin generosidad ni convicción internas. Cosa
muy distinta es el hijo. Éste sirve al padre por puro amor, con el único deseo de proporcionarle un gozo y una dicha. Tiene un cordial interés por todo cuanto se refiere al padre. Solo un temor le aqueja: el de si no ha servido al padre todo cuanto pudiera o el de si, por cualquier descuido, le ha podido causar alguna desazón. Nosotros
sirvamos a Dios como hijos, impulsados por el amor, no por el oprimente y miserable temor al castigo del infierno. El temor es bueno y necesario, para que no olvidemos el espíritu de penitencia y de mortificación. Es necesario, para que evitemos las peligrosas
ocasiones y tentaciones. Pero el motivo que ha de dominar, el que ha de determinar e impulsar nuestra conducta debe ser el santo amor. Dios, nuestro Padre, prefiere que le sirvamos por motivos nobles y levantados, antes que por motivos de temor. Nosotros hemos sido bautizados para el amor. “Amarás al Señor, tu Dios” (Matth. 22, 37).
El temor nos preserva del mal. El amor nos impulsa al bien. Más aún: nos hace fuertes, para que podamos vencer el mal. No se preocupa de los sacrificios, de los obstáculos, de las dificultades, de la oposición de la naturaleza. No mira más que al Padre, a lo que Él ama, a lo que favorece sus intereses y su honra, y todo lo da con generoso corazón. Nunca le parece haber amado, dado y hecho bastante por el Padre. Siempre se esfuerza por presentarle nuevas pruebas, nuevos sacrificios y nuevos actos de amor. Y Dios, por su parte, corresponde a esta amorosa abnegación con nuevos beneficios y nuevas muestras de su paternal amor. Se apodera totalmente del alma, le disipa todo el
temor, que todavía conservaba hasta aquí y que coartaba un tanto su plena unión, su íntimo trato con Dios, la ensancha, le inspira una inefable y gozosa seguridad y una inquebrantable confianza en su divino amor. El mismo temor, de no amarle bastante o de causarle cualquier disgusto, se convierte ahora en un temor amoroso, reposado,
sin sobresaltos. Lejos de atormentar al alma, la estimula a vivir más alerta, a luchar con más ardor y energía y a romper definitivamente con todo lo que no sea Dios. Y si alguna vez, por descuido o flaqueza, causa algún disgusto al Padre, entonces, lejos de descorazonarse, se arroja humilde, tranquila y confiadamente en sus brazos, segura de que Él le devolverá en seguida el beso de paz. A medida que avanza, su anhelo de entregarlo todo al Padre es más hondo y más puro. “Amarás al Señor, tu Dios.” “El amor perfecto arroja fuera todo temor” (1 Joh. 4, 18). ¡Para este amor hemos sido bautizados nosotros!

3. ¡Qué bueno se ha mostrado con nosotros el Padre! “En otro tiempo pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad: erais esclavos del pecado y no servíais a la justicia, a lo que es recto.” ¿Fruto de esta conducta? “El fin de todo esto es la muerte eterna” (Epístola). Dios, en virtud de su amor y de su gracia,
“nos libró del pecado”. Ahora somos “siervos de Dios”, se nos ha llamado y se nos ha dado la fuerza necesaria para que podamos “poner nuestros miembros al servicio de la justicia” y para que podamos “vivir santamente”. El fruto de esta nueva conducta será: “ahora, la santidad; más tarde, la vida eterna”. ¿Qué otra cosa podremos hacer, si no es dar continuas y cordiales gracias a Dios por tan inmenso beneficio? ¡Démosle, pues, constantes gracias: con palabras, con la entrega de nuestra oblación, Cristo, y con toda nuestra vida! “Pueblos todos, aplaudid con vuestras manos: cantad a Dios con voces
alegres y jubilosas” (Introito). La gran obligación de los cristianos, de los bautizados, de los hijos de la Iglesia, consiste en alabar y dar a Dios constantes gracias, particularmente en el sacrificio de la santa Misa. “Aparezca hoy ante tu presencia nuestro sacrificio como un holocausto de carneros, de toros y de millares de corderos”
(Ofertorio): como un sacrificio de alabanza y de acción de gracias por Cristo, Nuestro Señor.

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