ACCIÓN DE DIOS EN NOSOTROS
1.
“Dios obra todo en todos” (Epístola).
Éste es el fundamento de la humildad cristiana. “Por la gracia de Dios soy lo
que soy, y su gracia no ha permanecido estéril en mí. Al contrario, he
trabajado más que todos los otros (Apóstoles). Pero no he sido yo el que lo ha
hecho, sino la gracia de Dios (que vive) en mí” (1 Cor. 15, 10). ¿Qué es Apóstol de sí mismo? Un “aborto”, como se
llama el mismo, indigno de ser elegido para Apóstol de Cristo. “Yo soy, en
efecto, el más pequeño de todos los Apóstoles y no merezco llamarme así, pues
he perseguido la Iglesia de Cristo” (1
Cor. 15, 8). Dios da su gracia al humilde, al publicano, al que se golpea
su pecho con sincero y humilde arrepentimiento, al que piensa de sí mismo
bajamente, como el Apóstol San Pablo. Al humilde Dios se lo concede todo.
2. “Dios es quien nos da el querer” (Phil. 2, 13). Para el pecado nos
bastamos nosotros mismos. Después del pecado original nuestra naturaleza está
profundamente inclinada al mal. Nuestra inteligencia, si no es ayudada por la
gracia y si no es iluminada por la luz de lo alto, no puede comprender muchas
cosas y es incapaz de responder a numerosas cuestiones de capital importancia.
Nuestra voluntad se encuentra paralizada, encadenad, rodeada de obstáculos por
todas partes. Está dañada, debilitad, inclinada al mal. Las pasiones seducen
nuestro espíritu y con gran facilidad le hacen claudicar. La concupiscencia
ejerce un poder tiránico sobre la imaginación, sobre los pensamientos, sobres
los instintos y sobre las inclinaciones naturales del hombre. Por eso, para
cometer el pecado se basta el hombre a sí mismo. Pero no para poder evitar y
reprimir el pecado. Ni tampoco para poder practicar el bien sobrenatural, para
poder ejecutar lo que es justo y recto delante de Dios. “No podemos pensar
absolutamente nada por nosotros mismos: todo nuestro poder nos viene de Dios” (2 Cor. 3, 5). Por nosotros mismos no
podemos ni siquiera desear el bien sobrenatural: “Dios es quien nos da el
querer.” Él, solo Él. Si Él no solicitase y no moviese nuestra voluntad,
seríamos eternamente incapaces, no ya de hacer, pero ni siquiera de querer el
más insignificante bien sobrenatural. La acción de Dios es quien rige y
determina nuestra voluntad. El primer impulso, la primera incitación, el
comienzo de todo buen deseo y de todo buen acto no proceden de nosotros: vienen
únicamente de Dios, son obra de su gracia de su pura misericordia. Él es quien
nos da nuestra buena voluntad. “¿Qué tienes tú que no has recibido? Pues, si lo
has recibido (de Dios): ¿por qué te glorias de ello, como si fuera tuyo? (1 Cor. 4, 7) “Dios es quien nos da el
querer.” ¡Tan impotentes, tan incapaces somos de nosotros mismos!
“Dios es quien nos da
el obrar.” “Él lo
obra todo en todos.” Él comienza, Él prosigue y Él acaba la buena obra.
Nuestros actos deben su existencia, sus contornos, su dirección y su
consistencia a la acción de Dios. Son actos supeditados y ordenados en todo a
la acción de Dios en nosotros. Donde no obra Dios, no existe nada. Por eso,
nuestros actos tienen una doble dependencia de la acción de Dios: Dios los determina
y los rige. La acción divina da el ser y señala los límites de nuestros actos.
Nuestra actividad no puede preceder ni sobrepasar la acción de Dios. No puede
desprenderse ni prescindir de ella ni un solo momento. Toda su orientación está
subordinada a la acción de Dios. Siempre que realizamos algún bien
sobrenatural, Dios nos da, no solo el querer, sino también el poder hacerlo.
Nos da la voluntad y la realidad del acto. Todo bien sobrenatural alcanzado por
nosotros es una gracia inmerecida. ¿Cómo podremos, pues, gloriarnos de ella?
¿Cómo nos atrevemos a envanecernos del bien sobrenatural? ¿Cómo podremos, pues,
gloriarnos de ella? ¿Cómo nos atrevemos a envanecernos del bien sobrenatural?
¿Cómo osamos apropiárnoslo? ¿Cómo tenemos la avilantez de apoyarnos en nuestros
actos, como si los realizáramos con solas nuestras fuerzas? “Dios obra todo en
todos.” Todo, es decir, el querer y el obrar. “De este modo, nadie podrá
envanecerse delante de Dios” (1 Cor. 1,
29). Si el Señor es quien nos da el querer y el obrar, si “no depende del que quiere ni del que corre, sino solo de
la misericordia de Dios” (Rom. 9, 16): ¿cómo
podemos confiar todavía en nuestra propia voluntad y en nuestros personales
esfuerzos? Confesemos, pues, humilde y agradecidamente con el Apóstol: “Por la
gracia de Dios soy lo que soy.”
3. “Si el Señor no edifica la casa,
es inútil que se afanen los que la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad,
es inútil que vigilen sus centinelas. Es inútil que os levantéis con el alba y
que trabajéis, hasta el último minuto para poder comer un pan amasado con
dolor: el Señor da el pan suficiente a sus amados, aun cuando éstos duermen. La
herencia del Señor son los hijos; su recompensa, el fruto del vientre (una
numerosa descendencia). Los hijos de la juventud son como flechas lanzadas por
el brazo de un héroe. ¡Dichoso el hombre que tenga su carcaj bien repleto de
esto dardos, pues no será vencido cuando se enfrente con sus enemigos en la
puerta (en campo abierto)!” (Ps. 126.) ¡Gracias
al trabajo de Dios! Si no fuera por su acción de Dios con nuestra voluntad y
con nuestras dida, toda su actividad quedaría estéril. Es inútil que madruguéis
y que pretendáis anticiparos a la acción de Dios con vuestra voluntad y con
vuestras obras. Semejante actividad no podrá ser bendecida por Dios. Será una
actividad hija del propio espíritu, del egoísmo: no estará determinada por la
acción de Dios, no obedecerá a los impulsos de la gracia y, por lo mismo, será
completamente inútil para la vida eterna. Dejad, pues, en reposo vuestra propia
voluntad, dormid tranquilos en la voluntad y en la acción de Dios. Una vez que
el Señor haya sepultado en el sueño vuestra voluntad y vuestra propia acción,
hará nacer de vosotros numerosos hijos, os infundirá una verdadera piedad, fuerte
y fecunda, llena de vida y de robustez. Estos hijos, fruto de vuestra renuncia
al propio espíritu y a la propia voluntad, serán como dardos lanzados por el
vigoroso brazo de un héroe antiguo.
“El que se humilla, será ensalzado.”
He aquí el secreto de la verdadera piedad. Ante todo, la humilde sumisión a la
voluntad y a la acción de Dios, la renuncia a sí mismo, el hacerse pequeño, el
vencimiento propio. Todo comienza aquí y todo depende de esto “Levantaos
después de haber descansado” (Ps. 126,
2). Lo primero de todo, descansad y abrid de par en par las puertas del
alma a la acción de Dios. Después, levantaos y trabajad también vosotros con la
fuerza de la acción de Dios.
“A Ti, Señor, elevo mi alma: en Ti
confío, Dios mío” (Ofertorio).
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