DUODÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


EL BUEN SAMARITANO

1.   Renovemos hoy nuestra fe en la gloria y en la grandeza que nos comunicó Cristo, el buen samaritano, en el día de nuestro santo Bautismo y que continúa comunicándonos constantemente en la santa Iglesia. Dejémonos animar y vivificar siempre por esta fe. “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo!”

2.   “Yo os lo digo: Muchos profetas y reyes (del Antiguo Testamento) ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron; desearon oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron” (Evangelio). Ellos poseían la circuncisión, la Ley de Moisés, el Templo de Dios, el sacrificio diario en Jerusalén, los almos, los libros santos. Pertenecían al pueblo de Dios y gozaban de una especialísima protección divina. Sin embargo, no estaban aún contentos. Deseaban oír y contemplar lo que oímos y contemplamos todos nosotros, los cristianos, los bautizados, los hijos del Nuevo Testamento, los hijos de la Iglesia: deseaban ver y oír a Cristo. Pero no se les concedió esta gracia. El Antiguo Testamento, con su Ley, con sus enseñanzas y con su culto, era incapaz de salvar a la humanidad. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó. En el camino cayó en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron de todo cuanto llevaba, le hirieron y escaparon después, dejándole medio muerto. Más tarde, pasó por allí un sacerdote y, habiendo contemplado al herido, pasó de largo. Vino después un levita e hizo lo que el anterior” (Evangelio). He aquí un admirable retrato de la pobre humanidad irredenta, despojada de todos sus bienes sobrenaturales y herida mortalmente por el demonio. He aquí también un expresivo símbolo del Antiguo Testamento, impotente, a pesar de su sacerdocio y de su levitado, para salvar a la humanidad pecadora. Es verdad que contiene mucho preceptos, que prescribe sacrificios y oraciones, que ordena observar “los días, los meses, las estaciones y los años” (Gal. 4, 10). Es verdad también que prescribe un sinfín de purificaciones, de abluciones, de abstinencias y de ayunos. Pero, a pesar de todo este andamiaje externo, es radicalmente incapaz de salvar al desgraciado que cayó en manos de los ladrones. Solo dispone de “elementos inanimados e inútiles”, los cuales no pueden producir la verdadera vida sobrenatural. Su ministerio es un “ministerio de muerte”, incapaz de engendrar la vida de la gracia. “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo!” ¡Dichosos de nosotros, los que pertenecemos al Nuevo Testamento, al Testamento de la gracia! “Bendeciré al Señor en todo tiempo: su alabanza resonará siempre en mi boca. Mi alma se gloriará en el Señor” (Gradual).
“¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo!” El sacerdocio y el levitado del antiguo Testamento pasan de largo ante el herido y despojado por los ladrones. No pueden ni siquiera ayudarle. “Pero un samaritano, que acertó a pasar también por allí, vio al herido y se compadeció de él. Acercándose a él, le ungió sus heridas con vino y aceite y las vendó después con cuidado. Luego colocó al herido en el asno, lo condujo a una hospedería y se cuidó de él” (Evangelio). Este compasivo samaritano no es otro que Cristo, el Señor. Su compasión fue quien le hizo descender desde lo más alto de los cielos, para revertirse de nuestra pobre y corromp8ida humanidad. Su compasión es quien le impulsa a venir todos los días a nosotros, en los santos sacramentos, para curar nuestras heridas y para darnos la vida. Él es quien unge nuestras llagas con óleo (Bautismo) y vino (Eucaristía) y quien encarga a nuestra madre, la santa Iglesia, que tenga cuidado de nosotros hasta que Él vuelva (en la hora de nuestra muerte y en el día del juicio final). A Él es a quien desearon ver los reyes y profetas del Antiguo Testamento y por Él suspira toda la humanidad irredenta. Cristo vino y fundó el Nuevo Testamento, el Testamento de la gloria. El ministerio de este Testamento es “un ministerio de justicia” (Epístola), es decir, un ministerio salvador. Solo Cristo y su Iglesia pueden dar la salud. A nosotros se nos ha concedido la gracia de “ver y oír” al buen samaritano, a Cristo, al que es la salud y la vida misma. Él vino a nosotros en el sacramento del Bautismo y continúa viniendo, siempre que lo queramos, en el sacramento de la Penitencia y, sobre todo, en el de la santa Eucaristía. Está tan unido e identificado con nosotros como lo está la vid con los sarmientos y la cabeza con los miembros. ¡Nos inunda de su misma vida! “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo!” Lo que nosotros vemos es el mismo Cristo en persona. Y, no solo le vemos, si no que hasta estamos incorporados a Él de un modo vivo y real, gracias al santo Bautismo ya la santa Eucaristía. “Bendeciré al señor en todo tiempo: su alabanza resonará siempre en mi boca. Mi alma se gloriará en el Señor” (Gradual).
3.   “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo y bienaventurados los oídos que oyen lo que oís vosotros!” Cristo, el samaritano bueno y compasivo: he aquí lo que ven nuestros ojos, he aquí a quien oyen nuestros oídos. Le vemos en sus representantes: en el Papa, en los obispos, en los sacerdotes. “Del mismo modo que mi Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros” (Joh. 20, 21). “El que os oye a vosotros, me oye también a mí. El que os desprecia a vosotros, también a mí me desprecia. Mas, el que me desprecia a mí, desprecia al que me envió” (Luc. 10, 16). El sacerdote católico es, en virtud de su ordenación, un segundo Cristo.
4.   “El nos hizo capaces de ser ministros del Nuevo Testamento. Si el ministerio de muerte, del Antiguo Testamento, poseyó tanta gloria, que los hijos de Israel no podían contemplar el rostro de Moisés a causa del resplandor que despedía: ¡qué gloria no poseerá el ministerio del espíritu, el sacerdocio del Nuevo Testamento?” No es propiamente el sacerdote humano quien pronuncia sobre el pan aquellas palabras: “Este es mi cuerpo”: es el mismo Cristo. No nos fijemos, pues, únicamente en el celebrante, no veamos solo el instrumento. ¡Veamos, honremos, oigamos y amemos en el sacerdote al mismo Cristo en persona, a nuestro Señor, al supremo Pontífice del Nuevo Testamento!

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