LA FILIACIÓN DIVINA.
1.
“Vosotros habéis recibido el espíritu de filiación.” Por lo mismo, no somos
“huéspedes y extranjeros”, que pasan de largo: somos miembros de la Familia de
Dios, somos moradores de aquella casa cuya piedra fundamental es el mismo
Cristo (Eph. 2, 20). En el santo Bautismo y en la confirmación hemos sido
enriquecidos con inagotables tesoros ¡Qué poco pensamos en ellos, sin embargo!
2. La filiación divina es la raíz y el origen de todas las virtudes,
de la santidad cristiana. Los dones de la naturaleza son muy variados. Cada
hombre posee los suyos propios. La gracia edifica sobre la naturaleza.
Ennoblece y dignifica las facultades, los talentos y las energías de la
naturaleza. También la gracia es muy distinta en cada uno de los individuos, en
cada una de las almas. “A cada uno de nosotros se nos ha dado la gracia
conforme a la medida de la donación de Cristo” (Eph. 4, 7). En el rebaño de
Cristo cada una de las ovejas posee su nombre propio. El señor las conoce a
todas, una por una, y llama a cada cual por su nombre (Joh, 10, 3). A todas las
almas se les conceden gracias particulares y todas ellas tienen que responder a
esas gracias y a los designios que Dios tiene sobre cada una de ellas. Cuanto
más se entreguen un alma a Dios, cuanto más se meta su propia acción a la
delicada acción del Espíritu de Dios en ella, más se formará, en Cristo, en el
Hijo de Dios, más perfectamente se asemejará a Él. Si, bajo esta conducta y
dirección del Espíritu de Dios, respondiere a todas las gracias que le sean
dadas por Dios, entonces alcanzará indudablemente las cimas de la santidad. Sin
embargo, el primer anillo de esta no interrumpida cadena de gracias y gracias,
concedidas por Dios, lo constituye a aquella primera graciosa mirada con que
Dios nos predestinó, desde toda la eternidad, para ser hijos suyos. Aquella
mirada eterna fue la verdadera aurora de todas las misericordias que Dios
habría de tener y ha tenido después de nosotros. De esta gracia de la
filiación, a la que fuimos predestinados por Dios, establecida por vez primera
en la humanidad el día de la encarnación del Hijo de Dios y concedida a cada
uno d nosotros en nuestro santo Bautismo, de esta gracia de la filiación
arrancan todas las demás gracias, iluminaciones, excitaciones y auxilios
concedidos por Dios al alma. Sin esta gracia, hubieran sido completamente
inútiles para la vida eterna todos los magníficos dones de la naturaleza, todos
los actos del hombre, aun las más grandes y heroicos, todas las cualidades de
su espíritu, aun las más brillantes y portentosas. La gracia de la filiación
divina vale ella sola mucho más que todo el universo junto (Santo Tomás de
Aquino). Estamos bautizados, somos hijos de Dios. Éste es nuestro mayor orgullo,
ésta es nuestra incomparable dignidad. En la gracia de la filiación nos ha
comunicado Dios su propia naturaleza. Hemos nacido de Dios, poseemos su misma
naturaleza, en cuanto la naturaleza divina puede comunicarse a una naturaleza
creada. Estamos íntima y vivamente unidos con un ser tan inmensamente grande y
elevado, que ni el mismo espíritu es capaz de columbrarlo, cuanto más de
comprenderlo. Hemos sido elevados por encima de nuestra propia naturaleza,
hemos sido admitidos por Dios a compartir con Él su misma vida, sus
pensamientos y su sabiduría, sus juicios y sus apreciaciones, su amor y su
odio, sus delicias y su felicidad, sus perfecciones y su gloria: ahora,
solamente en germen, en esbozo; más tarde, en toda la plenitud de la filiación
divina. ¡Cuánto motivo, para estarle eternamente agradecidos!
Filiación
divina es amistad con Dios.
Amistad es confianza absoluta, es plena comunidad de corazones. El amigo es
como otro yo de su amigo. El amigo desea para su amigo los mismos bienes que
para sí propio. Le hace todo el bien que puede. Le busca, conversa con él, vive
y comparte con él sus ideas y sus intereses. Los amigos se comprenden
mutuamente y comparten entre sí sus alegrías y sus tristezas. Viven, por
decirlo así, el uno en el otro: les anima a ambos una misma alma. Nosotros
somos hijos de Dios. La gracia de la filiación nos hace tan bellos, tan puros y
tan grandes, que Dios, al contemplarnos, es como si se contemplara a sí mismo,
y, por ello, nos abraza en adelante con el mismo amor como se ama a si propio.
Es para nosotros un verdadero amigo, el cual ama a su amigo con el mismo amor
con que se ama a sí propio. Para demostrarnos su sincera y cordial amistad con
nosotros, se hizo semejante a nosotros, se revisitó de nuestra carne y tomó
todo lo nuestro, a excepción del pecado. En su encarnación el Hijo de Dios se
humilló y descendió hasta nosotros, tomó sobre si mismo todos los trabajos,
todos los dolores y todas las miserias de la vida, para compartirlos con
nosotros, sus hermanos; se hizo amigo nuestro y nos adquirió la gracia de la
filiación divina, para que también pudiésemos participar nosotros de las
delicias y de la felicidad de la amistad con Dios. La amistad, el tener amigos,
es una de las más profundas y universales exigencias del corazón humano. Éste
no descansa, no puede reposar hasta que no encuentra otro corazón que comparta
sus mismos sentimientos, que sienta sus mismos dolores, que tenga por él un
interés absoluto, una simpatía y una comprensión sin límites. “Dichoso el
hombre que logre encontrar un verdadero amigo” (Eccli. 25,12). Pero el corazón
del hombre es naturalmente estrecho, limitado, inconstante. Y, aunque haya dos
corazones que se apoyen mutuamente, ambos serán siempre limitados. Nunca podrán
bastarse el uno al otro. Siempre serán incapaces de sostener mutuamente en
todas las tempestades de la vida. Sólo un corazón podrá llenarnos del todo: el
corazón de Dios. Ahora bien: en virtud de la gracia de la filiación divina el
Corazón de Dios se acerca tanto a nuestro pobre corazón, que hasta penetra
dentro de él, se apodera de él y lo junta consigo mismo, convirtiéndose ambos
en un solo corazón, animado por una sola alma, por un solo espíritu: por el Espíritu Santo. Y este corazón, el de
Dios, es la plenitud absoluta de todo lo noble, de todo lo bello, de todo lo
puro, de todo lo fuerte y de todo lo digno de ser amado. Es un corazón lleno de
amor, lleno de fidelidad, lleno de desinterés. En cuanto depende de Dios, no
habrá nunca ni rotura ni aflojamiento en la amistad. ¡Amistad con Dios! Él es
nuestro amigo. Un amigo, que siempre está a nuestro lado, sin cansarse nunca de
nuestra compañía. Un amigo, que habita constantemente en nuestra alma, que le
dedica todo su interés, toda su fidelidad, toda su abnegación. Un amigo, que
observa y comprende todos los pensamientos, todos los anhelos, todas las
esperanzas, todas las inclinaciones y todos los latidos de nuestro corazón. Un
amigo, que conoce todos nuestros deseos antes de que nosotros le digamos una
palabra, antes de que le hagamos la más mínima insinuación. Un amigo, que
conoce mejor que nosotros mismos todas nuestras necesidades, todos nuestros
peligros, todas nuestras dificultades, todos nuestros sentimientos. Un amigo,
que no tiene en sí ni una tacha, ni un defecto, antes, al contrario, es la
misma plenitud de todos los bienes y de todas las perfecciones. Un amigo,
divinamente desinteresado. Nada busca ni pide para sí mismo: todo lo quiere
para nosotros. Sólo una cosa anhela apasionada, febrilmente: desbordar sin tasa
sobre nosotros el torrente de su vida divina, hacernos cada vez más puros, más
santos, más diviniformes, para poder, de ese modo, hacernos cada vez más
felices con la invasión de su divino amor. “Gustad y ved cuán suave, cuán
amoroso es el Señor. ¡Feliz del hombre que confíe en Él!” (Comunión)
3. “Vosotros habéis recibido el
Espíritu de filiación.” ¡Somos hijos de Dios, amigos de Dios! Y esto, gracias
al Espíritu Santo, que ha sido infundido en nuestros corazones. “¡Oh Dios!
Hemos experimentado tu misericordia en medio de tu templo. Grande es el Señor y
digno de toda alabanza en la ciudad de nuestro Dios, sobre su santo monte.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo” (Introito).
“¿Qué podrá ofrecerte el mundo sin
Jesús? Estar sin Jesús es un horrible infierno. Y, al contrario, vivir con
Jesús es un cielo delicioso. El que encuentre a Jesús, encontrará un tesoro,
encontrará el mayor de todos los bienes. Y, al contrario, el que perdiere a
Jesús, perderá más que si perdiese todo el universo. Sin un amigo no podrás
vivir dichoso. Pero, si Jesús no fuere tu principal amigo, entonces vivirás
infinitamente triste y desgraciado” (Imitación de Cristo, 2, 8)
¡Filiación divina! ¡Amistad con
Dios! Todo don pide reciprocidad. El ser hijos de Dios nos exige ser semejantes
a Él; nos exige vivir enteramente para Él, para el Padre, nos exige tener
íntimo trato y comunicación con Él; nos exige, finalmente, el hacer y padecer
grandes cosas por Él. El ser amigos de Dios nos obliga a poseer con Él unos
mismos sentimientos, una misma voluntad y un mismo espíritu. Nos obliga a
evitar todo lo que sea pecado y a practicar todo lo que sea santo. Nos obliga a
vivir despegados de todo lo caduco y apegados a todo lo eterno, a todo lo
divino.
Comentarios
Publicar un comentario