LA VOLUNTAD DE DIOS

1. “Libertados del pecado, habéis sido convertidos en siervos de Dios. Vuestro fruto será: ahora, la santidad; más tarde, la vida eterna” (Epístola). En estas pocas palabras condensa el Apóstol todo el contenido de nuestra vida cristiana. El cristianismo es una resurrección del pecado a la vida para Dios, a la santidad, a la vida eterna. Por el Bautismo hemos sido convertidos en siervos de Dios, con la obligación de hacer en todo su santa voluntad. Hacer en todo la voluntad de Dios: he aquí la ley fundamental, la esencia de nuestra vida cristiana. Pero, para poder cumplir esto, se necesita primero ver en todo la voluntad divina.

2. Ver en todo la voluntad de Dios. Verla en todas las cosas y en todos los sucesos de la vida, en las obligaciones, en los trabajos, en las dificultades, en los dolores y en las humillaciones de toda clase. En todos los dictámenes de la sana razón, en todas las exigencias del estado o vocación individual y social. En todo lo que pueda acaecernos durante el día, tanto lo agradable como lo desagradable. Ver en todo a Dios, ver su providencia, su conducción, su permisión, sus órdenes, su obra, su mano. Se necesita una fe viva, profunda. Se necesita un ojo que no se pose solamente en la superficie externa de las cosas, que no se deje alucinar por la primera impresión. Un ojo que cale hasta lo más íntimo y profundo de las cosas y de la vida, que descubra en todo a Dios, su mano y su acción, su providencia infinitamente sabia y amorosa, que rige y gobierna todas las cosas. Éste es el verdadero cristiano. Para él no existe lo meramente natural y, mucho menos, lo puramente casual. Todo lo ve con los ojos de Dios, con los ojos de la fe; todo lo enfoca y lo valora bajo el punto de vista sobrenatural; en nada se guía por máximas y principios puramente naturales y humanos.
No antepone sus propios intereses, su propia utilidad y su yo a la voluntad de Dios, ante, al contrario, subordina a ella su bienestar, su salud, sus gustos y su comodidad. No rehúye las contrariedades, los trabajos, las dificultades, los sacrificios, las pruebas, las tentaciones, los fracasos, los dolores, etc., a trueque de poder
cumplir siempre y en todo la santa voluntad de Dios. Esto es lo que constituye su máxima preocupación, ésta es la norma que rige toda su vida y todos sus actos. ¡Dichosa el alma que todo lo pospone a la gloria y a la hermosura de la divina voluntad! Amar y ejecutar en todo la voluntad de Dios. Considerada como una ley
impuesta a nuestra vida, como la norma determinante y reguladora de todos nuestros actos, la voluntad divina es algo que se opone con frecuencia a nuestra naturaleza, a nuestros gustos e inclinaciones naturales. Es una cosa naturalmente desagradable y poco apetecible. Parece muchas veces un yugo duro y pesado. Al que solo se somete a ella a la fuerza, sin amor, sin íntimo convencimiento, de mala gana, se le hace efectivamente yugo pesado y oprime. Pero, en cambio, al que le abraza con un corazón alegre y generoso, se le convierte en el medio más eficaz y más expeditivo para la perfecta e íntima unión con Dios, para la sublime y completa identificación con su santo y omnipotente querer. El que vive del espíritu de Cristo, ama la ley, el
yugo de la voluntad divina. Ama el trabajo, el deber, las órdenes de sus padres y de sus superiores. Ama los mandamientos de Dios, los mandamientos y preceptos de la Iglesia, las reglas y constituciones de la Orden a que pertenece. Su amor a la voluntad de Dios, la cual ve y busca en todas las cosas, es más fuerte que toda la resistencia y que todo el disgusto que pueda sentir la naturaleza ante las dificultades del trabajo y del cumplimiento del deber, ante las renuncias, los sacrificios, las humillaciones y las contrariedades de la vida. Por eso, se halla siempre dispuesto a cumplir, con entera, con sincera, con abnegada y constante fidelidad, todos sus deberes y reglamentos. Nada le parece pequeño, insignificante, digno de desprecio o de olvido. Su querer y toda su vida son una perenne, una habitual, una gozosa y enriquecedora identificación con el querer y con la vida son una perenne, una habitual, una gozosa y enriquecedora identificación con el querer y con la vida de Dios. En todo encuentra y palpa la voluntad divina. Por eso, todo, incluso el deber más insignificante,
le parece santo y digno de un gran respeto. El verdadero cristiano no se mueve ni se determina en su conducta por apreciaciones puramente humanas ni por móviles puramente naturales o humanos. Toda su vida es un constante, un hondo y fuerte acto de amor a todo aquello que agrada a Dios, a todo aquello que Dios ama, que Dios quiere y desea de él. El verdadero cristiano nunca pregunta: ¿Hasta dónde soy libre y puedo hacer lo que bien me parezca? ¿Cuánto podré descuidar este o aquel deber, sin que me exponga a pecar? El verdadero cristiano no hace más que una sola cosa: ama. Ama sincera, cordial, absolutamente. Ahora bien: el verdadero amor desconoce toda clase de distingos y de interrogaciones. Cuanto más uno ama, más se somete a la voluntad de Dios, más alegre y celosamente cumple los deseos de Dios. El verdadero
amor obliga a entregarse a Dios sin reserva alguna y sin cansancio. Fuerza a obedecer en todo la voluntad divina, cada vez con mayor perfección, más escrupulosa, más fiel, más santamente. El que posea este verdadero amor, será un buen árbol, será un árbol que producirá buenos frutos.


3. Estamos aquí en la tierra, para reconocer y ver en todo a Dios, para amarle y servirle y para, de este modo, poder conseguir el cielo. ¡Lo primero de todo, Dios y su gloria; después de esto, nosotros, nuestro bien, nuestra salvación, nuestra felicidad en Dios y por Dios! “Venid, hijos, escuchadme: os enseñaré a temer a Dios” (Gradual). “Del mismo modo que, en otro tiempo, pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad, así debéis ponerlos ahora al servicio de la justicia y da la santidad”, viviendo como verdaderos bautizados, viendo, amando y cumpliendo en todo la santa voluntad de Dios. “El que haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos: he aquí el único que podrá penetrar en el reino de los cielos.”
“El que haga la voluntad de mi Padre, ése entrará en el reino de los cielos.” El que hace realmente la voluntad del Padre, no cumple sus deberes y sus obligaciones de un modo puramente externo y aparente, no busca a Dios a lo lejos, en los ejercicios externos de piedad. Sabe que Dios está siempre presente, así en él mismo como en todas las cosas. Le ve en el trabajo y en el cumplimiento de sus deberes. Sabe que Dios está allí dónde está su santa voluntad: en tal obligación, en tal trabajo. Sabe que, donde está la santa voluntad de Dios, allí están también su gracia y su divino auxilio. Reconoce y ve a Dios en el cumplimiento de sus obligaciones. ¡Se entrega de lleno al cumplimiento de sus deberes, para, de ese modo, poder abismarse más
hondamente en Dios, para poder identificarse más perfectamente con su santa voluntad! El que hace realmente la voluntad del Padre, encuentra a Dios en todo, todo es para él un verdadero reino de los cielos.

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