SOBERBIA Y HUMILDAD
1.
¡Fariseo y publicano, soberbia y humildad! De una parte, el soberbio, el
jactancioso incrédulo, que solo confía en sí mismo, que no tiene necesidad de
ningún Dios ni de ningún Redentor, de ninguna Iglesia ni de ninguna oración. De
otra, la Iglesia, que implora de Dios, con humilde fe y con instantes súplicas,
la luz y la gracia para el bien; la Iglesia, que no confía nada en sí misma,
sino que todo lo espera de Dios y de su misericordia. Ésta –la Iglesia, la
humildad- vuelve justificada a su casa. En cambio, aquél –el incrédulo, la
soberbia- se queda lo mismo que estaba. Razón: porque “todo el que se ensalza,
será humillado; y, todo el que se humilla, será ensalzado”. ¡Ley fundamental,
que rige por igual el mundo de la naturaleza y el mundo de la gracia!
2. “El que se ensalza, será humillado.” La soberbia es debilidad. El
soberbio cree que todo lo puede hacer él solo. No tiene necesidad de Dios ni de
los hombres. Se basta a sí mismo. ¿Resultado? Cada día experimenta de nuevo lo
poquito que puede el hombre solo, abandonado a sus propias fuerzas. Ve las
muchas faltas que comete y los muchos fracasos que cosecha. Cada día
experimenta nuevos y dolorosos desencantos. Esto le irrita, le descompone, le
roba toda posible paz. El orgulloso se perece por su honra, busca ansiosamente
el brillo, la nombradía. Todo lo subordina al provecho propio. No se preocupa
más que de su interés personal. Vive pendiente de las modas y del qué dirán.
Por eso, se mueve en una continua atmósfera de inquietud, de agitación, de
nerviosismo. El orgulloso es de corazón apocado, estrecho: todo lo reduce al
propio yo, a los pequeños intereses personales. Lleva en sí mismo la
recompensa: la humillación, el fracaso. No sólo es abandonado por Dios, sino
también por los mismos hombres y hasta por aquellos que más le adularon y
sirvieron. Y, como si todavía no bastase esto, él mismo es par si su mayor
castigo. Sobre el orgulloso no puede llover bendición ninguna. “Dios resiste a
los soberbios.” Por eso, siempre acaba por ser presa de un histerismo, de un
despedazamiento interno, que le debilita hasta sus mismas fuerzas físicas, por
no haber sometido su actividad a la fuerza de Dios. El orgulloso se apoya en sí
mismo, en su talento, en su inteligencia, en sus esfuerzos, en sus obras. Se
apoya “en una caña hendida: cuando te inclines sobre ella, terminará de
romperse, se clavará en tu mano y te herirá” (Is. 36,6). La soberbia es debilidad. “Dios ha escogido lo débil,
para confundir con ello lo que se creía fuerte. De este modo, nadie podrá
vanagloriarse delante de Él” (1 Cor. 1,
27).
“El
que se humilla, será ensalzado.” La
humildad es fortaleza. Está siempre unida con un corazón generoso. La
generosidad, la nobleza de alma es el ornato de todas las demás virtudes. No
goza con la falsa apariencia, no se contenta con la medianía. No le basta con
la propia satisfacción, ni obra impulsada por el logro de un éxito resonante.
En cambio, es incansable e insaciable en la práctica del bien; alegre en el
sacrificio; se ingenia para demostrar su amor a todos. ¿Por qué así? Porque su
verdadera raíz es la humildad. El humilde no piensa nunca en sí mismo. Nada le
interesan el qué dirán, la apreciación y la estima de los hombres, la propia
honra, el provecho personal, la satisfacción de los propios gustos e
inclinaciones. Sólo le preocupan la voluntad y la gloria de Dios. Todo lo que
brilla fuera de Dios no existe para él. A él solo le importa lo que viene de
Dios y lo que a Él conduce. Él humilde está completamente desprendido de sí
mismo. Es el ser más libre que existe. Por eso, está exento en absoluto de toda
envidia y de toda emulación egoísta. Lo único que le interesa es que “Cristo
sea siempre predicado” (Phil. 1, 18).
La actividad de los demás no paraliza la suya propia. Al contrario, le estimula
a ser cada día más fiel a sus obligaciones, a trabajar con mayor denuedo en
provecho de la comunidad, del todo. El humilde es de un coraje, de una energía
inaccesible al desaliento. Las amenazas, los insultos y los desprecios no hacen
mella en él. Los halagos, la adulación y las promesas más tentadoras le dejan
indiferente. Está siempre pronto para todo lo que le pida la voluntad de Dios.
Se le puede confiar ciegamente la misión más difícil, lo mismo la más elevada
que la más humillante. No le arredran los esfuerzos, los sacrificios ni los
dolores. No se fija en sus propias fuerzas. Está plenamente convencido de que
todo lo puede en Aquel que le conforta. Cuanto menos confía en sí mismo, más
profunda y ciega es su convicción de que la omnipotencia divina le ha de ayudar
a vencer todos los imposibles. ¡Cuántos grandes talentos, después de esforzarse
y de trabajar febrilmente durante toda su vida, apenas nos dejan una mezquina
muestra de sus sudores! Otras almas, en cambio, que no cuentan entre los
grandes ingenios ni entre los grandes sabios, visten de bendición todo cuanto
tocan con sus manos. Es el secreto de la humildad, del menosprecio de sí mismo,
de la ciega confianza en Dios y en su divina gracia. “Dios concede su gracia a
los humildes.” “El que se humilla, será ensalzado.”
3. Aquí está el secreto de la
fuerza, de la invencible fortaleza de nuestra santa Iglesia. Es que vive del
Espíritu de Dios. Existe un espíritu de humildad, de pequeñez, de sumisión a
Dios: es el espíritu que posee la santa Iglesia. Ella lo espera todo de Dios:
“A Ti, Señor, elevo mi alma: Dios mío, es Ti solo confío. El que confía en Ti,
no será confundido” (Ofertorio). Oprimida,
despreciada, calumniada y perseguida sin descanso por todas partes, ella está
siempre convencida de que triunfará sobre todos sus enemigos: “Él (el Señor) me
protege contra todos los que me atacan.” Solo tiene una defensa y una fuente de
energías: la oración y la humilde sumisión a Dios, “el cual obra todo en
todos”. Es la Iglesia orante. Se apoya en la misericordia, en la gracia y la
ayuda divinas. “Clamo al Señor, y Él escucha mi voz” (Introito). La oración del humilde es omnipotente. Vence a Dios, le
seduce. No puede menos de ser escuchada y atendida.
En el espíritu de humildad reside
también el secreto de la fuerza que anima al cristiano. “Dios concede su gracia
a los humildes.” Cuanta más humildad se tenga, más lugar y espacio quedará en
el alma para la acción de Dios. Todo lo bueno y grande, que se realice en el
hombre y por el hombre, solo podrá crecer y prosperar a la sombra y bajo el
amparo de la humildad.
¿De qué provienen nuestra debilidad, nuestras faltas y
nuestras frecuentes recaídas? De que, en nuestra piedad, nos apoyamos y
confiamos en nosotros mismos y nos olvidamos de que es Dios quien nos
proporciona el querer y el obrar (Phil.
2, 13). “El que se ensalza, será humillado.”
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