SOBERBIA Y HUMILDAD


       1. “El que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado.” El fariseo y el publicano. El amor propio, que se gloria de sí mismo, llegando hasta el desprecio de Dios, y el amor divino, que hace al hombre olvidarse de sí mismo por amor a Dios y a la verdad le impulsa a poner toda su confianza en la misericordia y en la gracia divinas. Soberbia y humildad. La soberbia es el espíritu del mundo, la humildad es el espíritu de Cristo y de su Iglesia, es el espíritu del Cuerpo de Cristo.

2. La soberbia es el espíritu del mundo, del no cristiano. Es soberbio el que sigue sus propios gustos y caprichos, el que no reconoce más ley que su propia voluntad. La soberbia aparta al hombre de Dios. Le induce a atribuirse a sí mismo y a no poner al servicio de los mandamientos y de la voluntad de Dios, los talentos, las cualidades y energías, así del cuerpo como del espíritu, que el creador le ha dado. El soberbio quiere ser único y absoluto dueño de sí mismo. No admite consejos o direcciones ni del mismo Dios. Con la soberbia, con la insubordinación vienen todos los demás pecados. La soberbia echa los cimientos para el pecado, abre la puerta, prepara el camino a la avaricia, a la ira, a la sensualidad y a los demás pecados capitales. La soberbia es el principio, la causa, la cabeza de todo pecado y la raíz de todo mal. Es el fermento que inficiona, descompone y destruye todo el bien que hay en el hombre. Es el máximo, el único obstáculo para la unión con Dios. Es también el mejor termómetro para medir el alejamiento de Dios. Ella es cabalmente la que engendra y da carácter al espíritu del mundo. En efecto, el espíritu mundano no es otra cosa que alejamiento de Dios, amor propio, autonomía, insubordinación a toda ley y a toda regla que no sean la propia voluntad y el capricho personal. El mundo no quiere nada con un Dios, con un Hombre-Dios, con un Redentor, con una Iglesia, con una oración, con unos sacramentos. Se cree a sí mismo suficientemente bueno y fuerte, puro, sufrido y caritativo. Y este espíritu mundano, orgulloso, satisfecho de sí mismo, insubordinado, autocrático, no vive solo en el siglo, sino que se infiltra también en el mismo santuario de la Iglesia y en los corazones de los cristianos ordinarios y de las almas consagradas a Dios. En nuestro santo Bautismo abjuramos solemnemente del mundo, renunciamos a él y a sus pompas y vanidades. Después, en la santa Confirmación, recibimos el Espíritu Santo. A pesar de todo esto, ¡cuánto respeto humano, cuánta ambición de honores y de fama, cuánto deseo de ser alabados y favorecidos por los hombres, cuánta vanidad, cuánto amor propio reinan todavía en nosotros! ¡Cuánta indigna esclavitud ante los grandes, ante los poderosos de la tierra! ¡Cuán poca comprensión de la humildad cristiana, del espíritu de Cristo y del de su Iglesia! Y esto, lo mismo en los individuos que en las comunidades. ¡Cuánto espíritu mundano por todas partes! ¿Qué extraño, pues, que la vida cristiana padezca tanto detrimento en nuestros días? ¿Qué extraño que nosotros neguemos o renunciemos a nuestras máximas e ideales por cualquier motivo fútil? ¿Qué extraño que vendamos hasta lo más santo por un miserable plato de lentejas?
La humanidad es el espíritu de Cristo. “¡Aprended de mí!” (Matth. 11, 29.) No a realizar prodigios. No a crear mundos. No a resucitar muertos. Solo una cosa: a ser humildes de corazón. El mundo no encontraba para su enfermedad –la soberbia- ni médicos ni medicinas. Entonces vino Cristo y le ofreció ambas cosas en su persona. El orgullo es un veneno tan corrosivo, que solo puede ser contrarrestado por un antídoto de una eficacia suprema. El contraveneno, que nos ofrece el Señor, es el más eficaz de todos: es su propia humildad, su infinito anonadamiento. El Hijo de Dios, al penetrar en este mundo, no ambiciona otra cosa que humillaciones, pobreza, sumisión al Padre. Escoge voluntariamente el anonadamiento más profundo: la dolorosa y humillante muerte de cruz. ¡Dios padeciendo hambre, anonadado, despreciado por los hombres, condenado como un vulgar malhechor y muerto en una cruz! ¡Esta es la humildad de Cristo! Humildad en toda su actuación redentora, humildad lo que nos predican sus palabras, sus obras y su ejemplo. Humildad es toda su vida, humildad son todos sus sentimientos. La humildad es la virtud especialísima de Jesús. Y, por eso, les también la virtud predilecta de la santa Iglesia, del cuerpo de Cristo, y del verdadero cristiano, del auténtico miembro de Cristo. La humildad es el fundamento del edificio cristiano, es la base sobre la cual se fundan y descansan seguras todas las demás virtudes cristianas. Es el principio y la raíz de todo bien y de toda salud espiritual. La gracia y las virtudes solo pueden crecer al compás de la humildad. El edificio de la vida de la gracia descansa sobre dos columnas fundamentales: la fuerza de la cruz de Cristo y la acción del Espíritu Santo. Ahora bien: para poder resistir el peso de la cruz y de la vida cristiana, es absolutamente necesario estar antes hondamente ahincado en la humildad. Por otra parte, el Espíritu santo solo puede vivir y actuar en el alma que está completamente vacía de sí misma. Por lo tanto, la humildad es en último término el verdadero fundamento sobre el cual se apoya toda la vida cristiana, todo el edificio sobrenatural. La humilde y abnegada sumisión a Dios, la pequeñez y la baja estima de sí propio destruyen todos los obstáculos creados en el corazón por el espíritu de soberbia y opuestos a la fe, a la esperanza y a la caridad cristianas. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.”

3. Nosotros somos sarmientos de Cristo, de la vid divina. Digamos, pues, con Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Phil. 4, 13). De nosotros mismos no somos nada, pero en Cristo lo somos todo.
Todo el bien sobrenatural que poseemos o que podamos adquirir nos viene de otro: de la vid, de la cabeza, de Cristo. “De su plenitud hemos recibido todos nosotros: gracia por gracia” (Joh. 1, 16). Todo lo que somos y poseemos lo somos y lo poseemos únicamente como sarmientos de la vid, como miembros de Cristo. A Él es a quien se deben todo el honor y toda la gloria. Por lo que a nosotros mismos se refiere, solo podemos gloriarnos “de nuestra debilidad” (2 Cor. 12, 10). “Todo lo realiza un solo e idéntico Espíritu, el cual da a cada uno lo que bien le place” (Epístola)
“Me gloriaré gustoso de mis enfermedades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso encuentro un gran placer en mis enfermedades, en mi flaqueza, en las afrentas, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias por Cristo: pues, cuando estoy enfermo, cuando soy débil, entonces es cuando soy verdaderamente fuerte” (2 Cor. 12, 9-10)

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