DECIMOSEXTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


EN LA HUMILDAD ESTÁ NUESTRA FUERZA
1.   “Las gentes temerán tu Nombre, Señor, y todos los reyes de la tierra admirarán tu gloria. Porque el Señor ha reedificado a Sión y allí se dejará ver en toda su majestad” (Gradual). La liturgia aparta hoy su vista del mare magnum de la presente vida, para fijarla en el retorno del Señor, en el día en que “Él ha de volver con todo poder y majestad” (Luc. 21, 27). Con la resurrección de los muertos volverá a ser edificada Sión, la iglesia, para vivir eternamente la beatífica vida del cielo.

2.   “Señor, compadécete de mí, porque a Ti clamo durante todo el día. Sí, Tú eres bueno y manso, Señor, y rico en misericordia par con todos los que te imploran. Señor, inclina hacia mí tu oído y escúchame, pues soy una criatura pobre y necesitada” (Introito). Estamos en otoño. El Señor viene a recoger la cosecha. A lo largo del año litúrgico “ha obrado marvillas2 (Verso aleluyático) en su Iglesia. Estas maravillas” se llaman: Navidad, Pascua, Pentecostés… Cada día le ha suministrado nuevas ilustraciones, nuevas gracias. Ha trabajado constantemente en ella, para robustecerla con su espíritu, para hacerla crecer en la fe, en la caridad y para derramar sobre ella toda la plenitud de la vida divina. ¿Qué cosecha tan abundante recogerá ahora, después de tantos trabajos y sudores? Pero, por desgracia, en muchos hijos de la Iglesia no podrá recoger la cosecha esperada. En muchos, mejor dicho, en muchísimos de sus hijos, incluso de aquellos que están dedicados a Dios y a Cristo de un modo especialísimo, la iglesia verá con dolor que todos sus trabajos y sudores han resultado estériles. Esos malos hijos no han crecido y no se han fortalecido interiormente, apenas tienen sensibilidad para las cosas espirituales, no les interesan lo más mínimo las riquezas interiores del conocimiento de Cristo y de la vida en Cristo. No se conocen la plenitud de Dios, de la que pudieran y debieran estar llenos. ¡Con qué profundo dolor contempla hoy la Iglesia a todos estos hijos estériles y desagradecidos! “Señor, compadécete de mí, porque soy pobre.” ¿No tendrá la Iglesia que dolerse también de nuestra esterilidad? ¿No pertenecemos también nosotros al enorme número de aquellos cristianos en quienes la Iglesia y el Señor no pueden encontrar, en el tiempo de la cosecha, una vida sobrenatural rica y fecunda?
“El que se humillare, será ensalzado” (Evangelio). El humilde será colmado de “toda la plenitud de Dios”. Donde falte el fundamento de la humildad, no habrá nunca una vida sobrenatural vigorosa y fecunda. Tal es lo que quiere decirnos el Evangelio de hoy, según la mente de la sagrada liturgia. Jesús ha sido convidado a comer en casa de un jefe de los Fariseos. Durante el banquete se presenta ante el Salvador un hidrópico. Jesús le toca con su mano y lo cura. Al sentarse a la mesa, el Señor “notó que los Fariseos escogían para sí los primeros asientos”. Por eso, después de haber curado al hidrópico, volviéndose hacia los demás convidados, les dice con fina ironía: “Cuando seáis invitados a una boda, no os sentéis en los primeros puestos, para que no tengáis que ceder después el sitio a otro convidado más distinguido que vosotros. Sentaos, por el contrario, en el último lugar, para que, acercándose a vosotros el que os invitó, os diga: Amigo, sube más arriba.’ De este modo, ganaréis mucho crédito delante de todos los convidados.” El pecado de los Fariseos, es decir, el orgullo, el envanecimiento, la hinchazón, constituye también nuestro flaco, es nuestra enfermedad. Como ellos, deseamos ser honrados y venerados, apetecemos el primer puesto. Por eso, nuestro hombre interior no puede desarrollarse y fortalecerse. Por eso, la vida de fe y de caridad no puede echar en nosotros hondas raíces. Por eso, el Señor no puede derramar sobre nuestra alma toda la plenitud de su vida divina. Estamos llenos de nosotros mismos. Ahora bien: “Dios resiste a los soberbios” (1 Petr. 5, 5). “El que se ensalce, será humillado. Y, al contrario, el que se humille, será ensalzado.” El verdadero progreso y la plenitud de la vida de la gracia residen en la humildad, en el amor a la pequeñez. Solo a la humildad se le ha concedido la gracia de comprender “la anchura y la largura, la altura y la profundidad” del misterio de nuestra vida en Cristo. Solo la humildad es capaz de comprender “el amor de Cristo, el cual sobrepuja a todo entendimiento”. Solo a la humildad está reservado el privilegio de poder ser colmada “de toda la plenitud de Dios”, es decir, el privilegio de poder poseer en toda su integridad la vida divina de la gracia. El Señor desarrolla en los humildes su fuerza, aquella fuerza que “obra siempre muchísimo más que todo cuanto nosotros somos capaces de pedir o sospechar”. Solo la humildad reconoce sinceramente su propia indignidad e impotencia y se acerca al Señor en el banquete de la santa Eucaristía. Aquí el Salvador toca al enfermo y lo cura.
3.   “¿Quién sanará nuestro orgullo, ese orgullo representado a la vez en el pobre hidrópico y en los Fariseos del Evangelio de hoy? El Señor y su gracia. ¿Dónde? En la mesa de la santa Eucaristía, en el banquete de la sagrada Comunión. Mucho nos ha hecho sufrir nuestra soberbia. Sin embargo, no está aún todo perdido. Todavía es tiempo de acercarse al Señor. Vayamos, pues, a Él. Él nos tocará en la sagrada Comunión con su carne y con su sangre inmaculadas. Tocará nuestra alma enferma con su alma sana y pura. Introducirá nuestro corazón en su divino Corazón. Purificará nuestro amor con su encendido amor y nuestros sentimientos con sus inefables sentimientos. De este modo, la virtud de la santa Eucaristía nos curará completamente y nos transformará en hombres nuevos. ¡Confiemos! ¡Dejémonos tocar y besar todos los días por el Señor en la sagrada Comunión y en las visitas al Santísimo!
La humildad es el único camino para alcanzar la curación de las enfermedades de nuestra alma, es el único camino de la gracia. El mismo señor nos da todos los días un ejemplo magnífico de humildad en la celebración de la sagrada liturgia. Se presenta todas las mañanas entre nosotros bajo el velo de los accidentes de pan y vino, para inmolarse por nuestra salud. Como hace dos mil años, cuando se encarnó en el seno de María, desciende todos los días hasta nosotros, se hace pontífice y oblación nuestra y se entrega a nosotros como alimento. Elige el último puesto y se anonada con el mismo espíritu de humildad con que se humilló y anonadó en su pasión y muerte de cruz. “¡Aprended de mí! (Matth. 11, 29.) Imitemos también nosotros al Señor. Escojamos, como Él, el último puesto. Amemos la pequeñez. Muramos con Él, entreguémonos, como Él, total y desinteresadamente a la voluntad y al beneplácito del Padre. Solo por este camino podremos “ser colmados de toda la plenitud de Dios”.

“Señor, compadécete de mí, porque a Ti clamo durante todo el día.” Dame luz y gracia, para que, libre de todo envanecimiento y de toda falsa confianza en mí mismo, marche rápido por el camino de la humildad cristiana.

La gozosa confianza en Dios constituye la base y el nervio de la piedad litúrgica, de la piedad de la Iglesia. Esta misma confianza debe ser también la quintaesencia de la piedad del cristiano. Confiemos en Dios, cuando nuestra vocación nos acarree menosprecios y persecuciones. Confiemos en Dios, cuando los sufrimientos externos quieran arrebatarnos el gozo interior y sobrenatural. Confiemos en Dios, cuando los dolores internos, las tentaciones, las dificultades, las sequedades, las faltas y los pecados traten de extraviarnos y descorazonarnos. “Contemplad los pájaros del cielo. ¿No siembran, ni recogen, ni almacenan en graneros y, sin embargo, sois acaso vosotros mucho más importantes que todos los pájaros juntos?” (Evangelio). Los pájaros son solo creaturas de Dios. Vosotros, en cambio, sois sus hijos. Él es “vuestro Padre”. ¿No os apreciará más que a los pájaros?

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