MARTES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


EL “MEMENTO” DEL CELEBRANTE

1.   “Al acercarse a las puertas de la ciudad, vio que llevaban a enterrar a un joven, hijo único de su madre, la cual era viuda. Acompañaba al muerto mucha gente de la ciudad” (Evangelio). La sagrada liturgia ve en la madre de Naím un símbolo de la Iglesia orante. En la muchedumbre, que acompañaba a la viuda de Naím y se asociaba a su duelo por el muerto, ve la sagrada liturgia un símbolo de todas las madres, parientes, curas de almas, maestros y educadores que se lamentan y oran por algún muerto, por algún ser depravado, por algún ser extraviado o perdido espiritualmente. El Señor se hace también el encontradizo con todos éstos y les consuela, diciendo: “No llores.” Se encuentra con todos ellos principalmente en el sacrificio de la santa Misa. El encuentro se realiza por medio del sacerdote que celebra el santo sacrificio.

2.   “Señor: Acuérdate de tus siervos y siervas y de todos los presentes, cuya fe y devoción te son bien conocidas.” ¡Misterioso y trascendental instante! Estamos ante un “recuerdo” de una importancia y de una significación extraordinarias. El sacerdote se quiere “acordar” en el santo sacrificio de la Misa y, por ende, en el sacrificio de Cristo en la cruz. El sacrificio de la cruz es el verdadero sol que derrama sobre las almas la luz y la vida, de cada día. Para que el sol pueda ejercer su acción benéfica sobre el hombre, sobre los organismos, es preciso que antes los bañe y sature de su luz y de su calor vital. Para que el sol pueda esclarecer una habitación con sus luminosos rayos, antes es necesario que penetre en ella y la inunde de su luz. Lo mismo ocurre con el sacrificio de Cristo en la cruz. Para que pueda hacerse sacrificio nuestro, es necesario que se realice en unión con nosotros, es necesario que se nos “aplique”. Solo así es como podremos beneficiarnos de la reconciliación, operada por el Señor en la cruz, entre Dios y nosotros. Solo así es como podremos asociarnos de un modo vivo y real a la adoración, a la acción de gracias y a las súplicas de nuestro Supremo Pontífice Cristo. Todo esto se consigue por medio del sacrificio de la santa Misa. Para ello solo se requiere una cosa: que dicho sacrificio se haga sacrificio nuestro. Ahora bien: el sacrificio de la santa Misa se hace nuestro, siempre que el celebrante nos lo “aplica”. Cristo pudo poner en las manos de todos los fieles el santo sacrificio de la Misa. Sin embargo, no lo hizo. Se lo entregó únicamente a los sacerdotes. Solo el sacerdote es quien, por medio de su libre determinación, de su positiva y determinada “intención”, realiza y hace fecundo dicho sacrificio. Ésta es la misión, ésta la dignidad, éste al poder del sacerdote. Si él “se acuerda” de mí, si quiere positivamente que el sacrificio del altar sea mío, lo será. Entonces Cristo se encontrará conmigo en el sacrificio de la santa Misa. Realmente, es un gran momento aquel en el que el sacerdote dice: “Señor: Acuérdate de tus siervos y siervas N. N. y de todos los aquí presentes.” Es el camino para un prodigioso encuentro con el Señor, para un encuentro parecido al que tuvo lugar ante las puertas de la ciudad de Naím.
“Ellos mismos te ofrecen este sacrificio por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas y por el logro de sus esperanzas sobrenaturales. Para alcanzar todo esto, te ofrecen ahora sus dones a ti, oh Dios eterno, vivo y verdadero.” Después que el celebrante, con su “aplicación” o intención, nos ha unido íntima y vivamente con el Señor que se inmola, ya podemos ofrecer a Dios el santo sacrificio por nosotros mismos y por todos aquellos seres queridos en cuya salvación y santificación debemos y queremos colaborar, “para que así consigan la redención de sus almas y logren la realización de sus esperanzas sobrenaturales”. Ahora ya poseemos al Señor que se inmola. Por consiguiente, tenemos poder omnímodo sobre el Corazón de Dios. Sí; en la santa Consagración le entregamos a su amado Hijo. Le ofrecemos el Corazón de su divino Hijo con todo el inmenso amor que arde en él. Él, el Señor, nuestra oblación, introduce en su Corazón nuestras súplicas por los nuestros y por todos aquellos de quienes nos acordamos, las presenta al Padre y aboga ante Él por nuestra causa. De este modo, el santo sacrificio nos alcanzará ayuda y consuelo. Las súplicas, por la salud y salvación de nuestros seres queridos, que depositamos sobre la patena, serán escuchadas. El rocío de la gracia caerá misteriosa, recatada, silenciosamente sobre las almas de que nos preocupamos. Llegará, en fin, el momento en que el Señor se acercará al féretro y resucitará al muerto a la vida de la gracia: “Yo te lo mando: ¡levántate!” ¡Qué ricos somos en la santa Misa!

3.   Para poder ser asociados al sacrificio de Cristo, necesitamos poseer de nuestra parte “fe y devoción”. “Señor: acuérdate de tus siervos y siervas, cuya fe y devoción te son co0nocidas.” Asistamos, pues, a la santa Misa impulsados por un vivo deseo de tomar parte activa en el sacrificio del celebrante y de hacer nuestras la sumisión al Padre, el amor, la adoración, la alabanza, la acción de gracias y las súplicas del Señor que se inmola. El celebrante, con su “Memento” solo podrá asociarnos al sacrificio de Cristo en aquella medida en que nosotros asistamos a la santa Misa llenos de una fe viva que se “manifieste en obras” (Gal. 5, 6) y animados por un verdadero espíritu de sacrificio, es decir, estando sinceramente dispuestos a inmolarnos y sacrificarnos con el Señor. Como se ve, por parte del celebrante no se queda. ¡Ojalá no se quedase tampoco por parte nuestra!

¡Cuánto debemos apreciar la aplicación de la Misa el “Memento” del celebrante! Para asegurarnos esta aplicación, este “Memento”, no necesitamos más que asistir a la santa Misa con corazón recto y sincero. El celebrante se acuerda “de todos los asistentes” a la santa Misa. Con este recuerdo, les asocia al santo sacrificio, hace que todos puedan celebrarlo con él y puedan, por lo mismo, compartir con él sus frutos.

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