MIÉRCOLES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
SIEMBRA
Y COSECHA
1. Otra vez vuelve a exhortársenos, a
los bautizados y confirmados: Caminad en el espíritu. “Si vivimos del espíritu,
caminemos también en el espíritu” (Epístola). Pentecostés, la santa
Confirmación nos infundió el Espíritu Santo, junto con todas sus gracias y
dones. Ahora solo resta que caminemos como hombres espirituales. Solo resta que
“sembremos en el espíritu.”
2. “El
que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción.” La carne, los sentimientos carnales
se parecen a un vasto y fecundo campo. El que siembre en este terreno, recogerá
corrupción. ¿Quién siembra en la carne? El Apóstol nos lo dice bien claro: el
que se preocupa de la honra vana; el que, por su ambición, por su loca vanidad
y por sus orgullosas pretensiones, desprecia a los demás y es causa de riñas y
disensiones; el que tiene celo y envidia del prójimo; el que corrige con
aspereza y con poca caridad al hermano que ha caído; el que se tiene por algo;
el que compara su conducta con la de los demás y toma pie de aquí para criticar
lo que los otros piensan, dicen y ejecutan; el que, al obrar, no mira solo a
Dios; el que no se preocupa para nada de las necesidades, miserias y
dificultades del prójimo; finalmente, el que no comparte “el peso del otro”, el
decir, el que no se compadece de los demás, el que no les instruye, el que no
ora y no hace obras de penitencia por ellos. Todos los que así obran son
hombres puramente terrenos y naturales. Están llenos de sí mismos. No han sido
transformados aún por el Espíritu Santo en hombres sobrenaturales:
“El que siembre en el espíritu,
recogerá del espíritu vida eterna.” También
el espíritu es un campo fecundo. ¡Dichosos los que siembren en este terreno! Siembra
en el espíritu: el que no se preocupa de la honra vana; el que no tiene celo ni
envidia de los demás; el que corrige con dulzura al pecador; logrando así
convertirlo de nuevo a Dios; el que reconoce humildemente su propia debilidad;
el que examina seriamente todos sus actos ante Dios y ante la propia
conciencia; el que lleva el peso del otro y demuestra a todos, con obras y con
palabras, su amor y su caridad; el que nunca se cansa de hacer bien;
finalmente, el que, mientras puede y es tiempo de ello, no cesa nunca de hacer
bien a todos, singularmente a los hermanos en la fe, es decir, a los que, por
su santo Bautismo, son miembros del Cuerpo místico de Cristo, son hijos de la
Iglesia.
3. “El que siembre en la carne,
recogerá de la carne corrupción.” Son obras sembradas en la carne, todas las
que realizamos por un interés o un móvil puramente natural y humano, aunque sea
muy bueno y laudable. Son obras sembradas en la carne, todas las que no
realizamos impulsados por el amor de Dios y de Cristo. Aunque, desde el punto
de vista natural y humano, puedan ser dignas de aprecio, dichas obras
carecerán, sin embargo, de todo valor para nuestra verdadera dicha, para
nuestra eternidad. ¡Serán grandes pasos, pero dados fuera del verdadero camino!
“El
que siembre en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna.” La vida eterna:
he aquí el fruto incorruptible y eternamente precioso de la vida del espíritu,
de la vida de fe, de la vida de la gracia, de la vida de unión con Dios y con
Cristo. He aquí también el fruto de todo lo hecho, lo aceptado y lo sufrido en
el espíritu. Todo ello, por mínimo que sea, produce constantemente nueva vida
eterna, una nueva eternidad. ¡Qué locos somos, al no esforzarnos con todo
ahínco por sembrar siempre en el espíritu!
Jesús
llega a Naím. Al penetrar en la ciudad, se encuentra con un muerto, tras el
cual aparece la llorosa madre. Jesús llega a las parroquias, a las familias
cristianas y se encuentra en ellas con muertos. Siembran en la carne, y recogen
de la carne corrupción. Tras ellos aparece la madre, la Iglesia. Ella es quien
lleva el peso de los muertos: se compadece de ellos, ora, sacrifica y expía por
ellos. Nosotros unámonos a la Madre. “Señor: Inclina tu oído y óyeme.
Compadécete de mí, Señor. Alegra el alma de tu siervo, porque a ti elevo mi
alma” (Introito).
Cuanto más
sembremos en el espíritu con nuestra Madre la Iglesia, mejor podremos servir y
ayudar a los que siembran en la carne, para que también ellos se hagan
espirituales y alcancen la vida eterna.
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