SÁBADO DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

UNA IGLESIA SANTA

1.   La Iglesia, y nosotros con ella, clama hoy desde lo hondo de su miseria: “Señor, inclina tu oído. ¡Oh Dios! Salva a tu siervo, que confía en Ti Compadécete de mí, Señor, pues he clamado a Ti durante todo el día. Alegra el alma de tu siervo” (Introito). “Purifica y protege a tu Iglesia con tu incesante misericordia. Gobiérnala siempre con tu gracia, pues sin Ti no puede permanecer segura” (Oración). ¡Un llamamiento a la misericordia de Dios! ¡La llorosa y suplicante madre de Naím!

2.   “Purifica a tu Iglesia con tu incesante misericordia” (Oración). “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y hacerla gloriosa, para poder presentarla sin una mancha ni una arruga, para hacerla santa e inmaculada” (Eph. 5, 26 sg.). En virtud del Espíritu Santo, que descendió sobre la Iglesia el día de Pentecostés, los hijos de aquélla deben vivir y caminar en el espíritu. Deben ser hombres espirituales, hombres que no se preocupen de la honra vana, que no se desprecien ni se envidien mutuamente. Deben ser hombres que corrijan al pecador con dulzura y caridad, acordándose de su propia debilidad y miseria. Deben ser hombres, en fin, que ayuden a los otros a llevar la carga y no se cansen nunca de hacer bien a todos (Epístola). La santa Iglesia es la pura e inmaculada Esposa del Señor. Por lo mismo, desea vivamente aparecer en todos sus hijos como una Iglesia santa, sin un pecado, sin un defecto. ¡Cuánto no sufrirá, pues, al ver el grande, el enorme número de sus hijos que no caminan aquí en la tierra como lo que realmente son, que no responden con su vida  a los ideales, al espíritu, a los deseos de su santa Madre! La Iglesia conoce muy bien todas las debilidades, todos los pecados, toda la impureza, toda la indignidad de sus malos hijos conoce también la vergüenza y el deshonor que todo ello le acarrea a ella misma. Por eso, al contemplar tanta miseria, clama angustiada, como la viuda de Naím: “Señor: Compadécete de mí, pues a ti acudo durante todo el día.” “Señor: purifica a tu Iglesia con tu incesante misericordia.”
“Protege a tu Iglesia con tu incesante misericordia.” “Pondré enemistad entre ti (la serpiente, el demonio) y la mujer (Eva, María), entre tu descendencia (la de la serpiente) y la de ella (la de María, es decir, Cristo y la Iglesia). Tú pondrás asechanzas a su talón, pero ella (la descendencia de María, es decir, Cristo) te aplastará la cabeza” (Gen. 3, 15). De un lado, Cristo y su Iglesia; de otro lado, el demonio y sus secuaces. Una lucha de vida o muerte. Una lucha que durará cuanto dure la Iglesia. Desde los mismos comienzos de su existencia la Iglesia tiene que enfrentarse ya con el erro, con el judaísmo, con el paganismo, con las grandes herejías contrarias a la doctrina eclesiástica acerca de la Trinidad, acerca de la verdadera humanidad y divinidad de Cristo, acerca de la unidad de su persona, acerca del pecado original, acerca de la gracia y de la redención. Más tarde, tiene que combatir las herejías referentes a la santa Eucaristía, al santo sacrificio de la Misa, a la realidad y a la eficacia de los santos sacramentos. Los poderes seculares se levantan también contra ella, para aniquilarla. Los emperadores romanos emplean contra ella todo su poder durante tres largos siglos y persiguen con una crueldad inaudita a sus Papas, a sus obispos, a sus sacerdotes y a sus fieles. Y después imitan este mismo proceder los reyes y gobernantes de los diversos países del Norte y del Sur, del Oriente y del Occidente. Cuanto más avanzan los siglos, más calumnias, más desprecios y persecuciones y persecuciones tiene que sufrir la Iglesia. Se la escarnece, se la oprime, se la atropella y persigue por todas partes y en todos los tiempos. Pero, a pesar de todo, “las puertas del infierno nunca prevalecerán contra ella” (Matt. 16, 18). La protege y ampara la misericordia de Dios. La gobierna y conduce la gracia del Señor. ¿Cómo iba a poder resistir ella sola los vigorosos y persistentes asaltos y ataques del infierno y de sus aliados? Si hace frente a todos sus poderosos y terribles enemigos interiores y exteriores; si, a pesar de todas las dificultades, peligros y fracasos, logra sobrevivir a todos los siglos, es porque su principal sostén lo constituye la incesante misericordia de Dios. Por eso, la Iglesia reconoce hoy con agradecido corazón la gran misericordia que Dios tiene con ella: “Es bueno alabar al Señor, y cantar salmos a tu Nombre, oh Altísimo. Es bueno ensalzar tu misericordia por la mañana y tu fidelidad por la noche” (Gradual).

3.   La Iglesia sufre por los pecados y por las faltas que pululan entre sus hijos. Ella es siempre la Iglesia santa. Nosotros lamentaremos también esos pecados, odiemos el mal que existe en la Iglesia. Sin embargo, amemos a la Iglesia. Demostremos este amor a nuestra Madre la Iglesia, caminando en el espíritu, esforzándonos con toda energía por evitar todo pecado en nuestros pensamientos, en nuestros deseos y en toda nuestra vida. En una palabra: trabajemos con todo ahínco por alcanzar la salvación y la santificación de nuestra alma. De este modo, contribuiremos también a la purificación y santificación del todo. “creo en una Iglesia santa.”

Dos cosas sobre todo, hemos de pedir con gran instancia en nuestras oraciones: primera, que la misericordia de Dios purifique y proteja siempre a la santa Iglesia; segunda, que todos los hijos de la Iglesia aprovechen los poderosos medios que ella pone en sus manos, singularmente el santo sacrificio de la Misa, el sacramento de la penitencia y la oración, para purificarse con ellos de sus pecados y para poder permanecer en estado de pureza. Depositemos hoy sobre la patena estas dos ardiente súplicas.

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