VIERNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
LLEVE
UNO LA CARGA DEL OTRO.
1. “Hermanos: Si vivimos del espíritu,
caminemos también en el espíritu. Lleve uno la carga del otro” (Epístola). La
carga en que piensa el Apóstol, al exhortar así a sus fieles de Galacia, es
sobre todo la carga de los pecados y de las faltas que notamos en el prójimo.
San Pablo piensa en los que están tentados de volverse infieles a su Dios y
Señor, a su fe, a su Iglesia y a sus nobles aspiraciones. Piensa en todos los
que están dispuestos a sucumbir en la tentación. También aquí tienen aplicación
estas palabras: “Lleve uno la carga del otro” y esté a su lado, para
preservarle de caer. Si cayere, ayúdele a levantarse de nuevo. “De este modo,
cumpliréis la ley de Cristo.”
2. El
modo. La sagrada
liturgia nos repite todos los días –excepto durante el tiempo de Adviento, de
Cuaresma y de Pascua- estas mismas palabras del Apóstol en la Capítula de
Sexta: “Lleve uno la carga del otro. De este modo, cumpliréis la ley de
Cristo.” Alrededor de la hora de Sexta subió el Señor a la cruz en el primer
Viernes Santo. Allí Él Llevó nuestra carga, la de todos nuestros pecados.
“Rasgó y destruyó nuestro título de deuda, clavándolo consigo en la cruz” (Col.
2, 14). “Llevó nuestros pecados en su Cuerpo y los clavó con él en la cruz” (1
Petr. 2, 24), orando, padeciendo y expiando Él mismo por nosotros. “Cristo nos
redimió de la maldición de la Ley, haciéndose Él mismo maldito por nosotros”
(Gal. 3, 13). Tomó sobre si el peso de los pecados y la maldición de la muerte
de toda la humanidad, y, colocándose en lugar nuestro, satisfizo y expió por
nosotros todos nuestros pecados y nos libró de su maldición. Así nos lo
presenta todos los días la sagrada liturgia, inculcándonos al mismo tiempo:
“Lleve uno la carga del otro”, para imitar así a nuestro modelo, al Señor que
padeció, fue crucificado y murió por nuestros pecados. Sí, Él “descendió de los
cielos por nosotros y por nuestra salud” (Credo de la Misa). Vino al mundo,
para expiar nuestros pecados, para satisfacer por nosotros ante Dios, como
representante nuestro, lo que nosotros estábamos obligados a satisfacer, pero
que jamás hubiéramos podido satisfacer como era debido. Es el “Cordero de Dios,
que quita los pecados del mundo” (Joh. 1, 29) y los toma sobre sí, como si los
hubiera cometido Él mismo. ¡Cómo pesó sobre Él nuestra deuda! ¡Cuánto le hizo
sufrir en el Huerto de los Olivos, en la flagelación, en el camino del Calvario
y en las amargas horas de la cruz! Él llevó nuestra carga, nuestros pecados.
“Vete, y haz tú lo mismo” (Luc. 10, 37). ¿Cómo nos portamos
nosotros con nuestro hermano en Cristo, a quien vemos en peligro de pecar?
Conocemos su debilidad en este o en aquel punto. Prevemos que le amenaza una
desgracia, una catástrofe. Vivimos en íntimo contacto con los demás y conocemos
perfectamente sus infidelidades, sus faltas y transgresiones. Nos irritamos
contra ellos, criticamos su conducta. Comenzamos por juzgarles sin caridad. Les
despreciamos, les dejamos seguir por su camino extraviado, les hacemos sentir
nuestro menosprecio. ¿Es todo esto el verdadero: “Lleve uno la carga de otro”?
Debiéramos abrazarnos a las necesidades espirituales del prójimo. Debiéramos
sentirlas como si fueran nuestras propias necesidades. Debiéramos compadecernos
de nuestros hermanos caídos, extraviados. Debiéramos tenderles una mano caritativa,
para ayudarles a enderezarse, a encontrar el recto camino, a dirigirse hacia
Dios. Pero, en lugar de todo esto, no tenemos para ellos ni una palabra de
amor, ni una pequeña advertencia hecha con espíritu de caridad y de
mansedumbre. No les ayudamos a llevar su carga. ¿Qué me importa a mí? –decimos.
Es más viejo que yo. Él ya sabe lo que debe hacer.
“Lleve
uno la carga del otro.” Nuestro hermano ha tenido una desgracia, ha sido
víctima de una pasión, de una ofuscación, de su naturaleza no domada. ¿Qué
hacemos entonces nosotros? ¿Cómo se obra en este caso en las familias, incluso
en las comunidades religiosas? Solo se tienen palabras de reprobación y
desprecio para el pobre caído. Se evita su trato, se huye de él como de un
apestado, se le tiene por indigno de sentarse a la misma mesa y de vivir en
comunidad con los demás. Se le lanzan piedras desde todos los puntos y no se ve
en él más que su mancha. ¿Es todo esto el verdadero: “Lleve uno la carga del otro”?
¡Realmente, no! Justamente, cuando un hermano ha tenido una desgracia, aunque
haya sido por su propia culpa, entonces es el momento oportuno de “tratarle con
amor, para que la demasiada tristeza no acabe de perderle del todo” (2 Cor. 2,
7 sg.). Entonces es el momento de ayudarle con todas nuestras fuerzas, para
hacerle entrar en razón. Entonces es el momento de manifestarle nuestro interés
por su verdadera dicha. Entonces es el momento de ingeniarnos para encontrar la
manera de acercarnos a él, poder enderezarle, consolarle y animarle. “Lleve uno
la carga del otro.” Oremos por él. Hagámonos uno con él. Expiemos y
satisfagamos con él y por él, como el Salvador satisfizo y se inmoló por
nosotros. ¡Éste, éste es el verdadero amor cristiano!
3. “De este modo, cumpliréis la ley de
Cristo.” Odiar el pecado, pero amar al pecador. Odiar y evitar las faltas e
infidelidades, pero amar con un amor benévolo y misericordioso al desgraciado
que las cometa. ¿Lo hacemos así? Al contrario, nosotros distinguimos y separamos
con dificultad la persona de la cosa y envolvemos a ambas en un mismo
desprecio. En vez de ayudar a los otros a llevar la carga de sus pecados y
debilidades, tomamos pie de aquí para despreciarles, para elevarnos
orgullosamente por encima de ellos y constituirnos en jueces suyos.
Contemplémonos
seriamente en el espejo del Señor. Veamos cómo llevó y cómo lleva Él sobre sí
nuestra carga. En el santo sacrificio ofrece todos los días su sangre al Padre,
como se la ofreció sobre la cruz en el primer Viernes Santo, para alcanzarnos
el perdón de todas nuestras infidelidades. ¡Con qué paciencia, con qué
mansedumbre, con qué longanimidad soporta nuestros pecados! ¡Con qué infinito
cariño suplica constantemente por nosotros desde el fondo del sagrario! ¡Qué
poco le cuesta inundarnos todos los días de su amor, en la sagrada Comunión,
aunque nosotros le correspondamos con tanta ingratitud e infidelidad!
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