DECIMONOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
EL
BANQUETE NUPCIAL
1. La liturgia nos lleva hoy a un salón
de bodas, espléndidamente iluminado y decorado con gran lujo. En él se
encuentran numerosos convidados, vestidos con ricos trajes de boda. Esperan
ansiosamente la entrada del rey. La sala del festín es la Iglesia. Los
convidados somos nosotros, los bautizados. El traje de boda es la túnica de la
gracia santificante. Todos aguardamos la llegada del Señor, del Rey.
2. “Renovaos
en lo íntimo de vuestra alma y revestíos del hombre nuevo, creado por
Dios en justicia y en santidad verdaderas” (Epístola). Cuanto más se acerca el
día de la llegada del Señor, más apremiante se hace la exhortación de la
Iglesia. “No sabéis el día ni la hora” (Matth. 25, 13). “El día de la llegada
del Señor sucederá lo mismo que sucedió en los días de Noé. En los días
anteriores al diluvio, la gente comía y bebía, se casaba y se divertía, hasta
el mismo instante en que Noé entró en el Arca. No se dieron cuenta hasta que
sobrevino el diluvio y se ahogaron todos. Lo mismo sucederá en la vuelta del
Hijo del hombre. Vigilad, pues, porque ignoráis el día y la hora en que vendrá
el Señor. Por eso, estad siempre preparados. El Hijo del hombre vendrá cuando
menos lo penséis” (Matth. 24, 37 sg.). Ésta es cabalmente la preocupación de la
Iglesia, o sea, el hacer que nosotros estemos preparados para cuando venga el
Señor, en la hora de nuestra muerte. Estamos preparados, cuando llevamos el
traje nupcial de la gracia santificante. Estamos preparados, cuando nos
renovamos desde lo más profundo de nuestra alma; cuando, por medio de la santa
Misa y de la Comunión diaria, por medio de la oración mental o vocal y por
medio de los constantes auxilios de la gracia, nos vamos revistiendo cada vez
más del hombre nuevo en nuestros pensamientos y juicios, en nuestros deseos y
actos. En la vida cristiana no existe más que este dilema: o se adelanta, o se
retrocede. Un aflojamiento, un descanso, todo lo que no sea caminar y avanzar
constantemente, todo lo que no sea un decidido y cada vez más ambicioso aspirar
a más arriba, será un retroceso, un retorno al hombre viejo, un alejamiento de
Dios. Debemos estar siempre dispuestos a progresar, a correr sin desmayo y sin
descanso por el camino de la vida sobrenatural. Esto es lo que quiere expresar
la Epístola, cuando nos dice: “Renovaos.” Y la Iglesia teme que nosotros nos
desalentemos, que aflojemos en nuestra marcha, que no correspondamos a la
gracia y, de este modo, nos expongamos a perder el ropaje nupcial de la gracia
santificante. Teme, nos suceda lo mismo que ocurrió con las vírgenes fatuas del
Evangelio: ¡Vírgenes, y sin el indispensable aceite para sus lámparas! Por eso,
cuando llega el esposo, no están preparadas. En consecuencia, son despedidas con
un seco: “No os conozco.”
“El reino de los cielos es semejante
a un rey que quiso
festejar las bodas de su hijo.” Para ello, invitó a un gran banquete a todos
cuantos pudo encontrar por caminos y plazas. La sala del festín se llenó pronto
de comensales. Poco después penetró también el rey y examinó a los invitados.
Entre ellos encontró a uno que no vestía traje de boda. El rey le increpó
airado: “Amigo, ¿cómo te has atrevido a entrar aquí sin vestido de boda?” El
interpelado calló como un muerto (Evangelio). No basta haber penetrado en la
sala nupcial de la santa Iglesia. No basta solo haber recibido el santo
Bautismo, haber abrazado la fe de la Iglesia. Se necesita, además, el traje de
boda. Es necesario llevar una vida conforme a las prescripciones del Evangelio.
Es preciso vivir una vida de justicia, de santidad. Hay que poseer la gracia santificante
y las virtudes cristianas. “Por eso, renunciad a la mentira y hable cada cual
la verdad con su prójimo. Encolerizaos, pero sin pecar. Que no se ponga nunca
el sol sobre vuestra ira. No deis pie al diablo. El que robaba, no robe ya más,
antes trabaje con sus manos y ocúpese en alguna obra buena y útil, para que
gane algo con que pueda subvenir a las necesidades del prójimo. No salgan de
vuestra boca palabras malas, sino solo palabras buenas, palabras caritativas y
que edifiquen a los que las oigan. Estén lejos de vosotros toda acritud y toda
ira, toda indignación y todo grito descompasado, toda imprecación y toda
blasfemia. Sed, al contrario, bondadosos con todos, sed benignos y
misericordiosos, perdonaos mutuamente, como Dios os perdonó a vosotros en
Cristo. Que no se nombre siquiera entre vosotros la fornicación u otra
cualquiera clase de impureza, ni tampoco la avaricia, como conviene a los
santos” (Epístola, ampliada con la Carta a los Efesios).
3. El festín de bodas, a que hemos sido
invitados, es la sagrada Comunión. Pero el Apóstol nos hace antes esta severa
advertencia: “El que coma el pan y beba el cáliz del Señor indignamente, será
reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre seriamente,
y solo así coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque, el que coma y beba
indignamente, comerá y beberá su propia condenación, pues no sabe distinguir el
cuerpo del Señor” (de otra comida ordinaria) (1 Cor. 11, 27-29).
El
banquete nupcial, a que hemos sido convidados, es el banquete de la posesión y
del goce de Dios, en la “alegría del Señor” (Matth. 25, 21) que nadie podrá
arrebatarnos (Joh. 15, 11). Hacia este banquete nupcial dirigimos hoy nuestra
anhelante mirada, mientras el año eclesiástico camina hacia su término. Solo
podremos descansar definitivamente, cuando nos hayamos revestido perfectamente
de la túnica nupcial de la gracia santificante, cuando nos hayamos purificado
completamente, en esta vida o en la otra, de todos nuestros pecados y de la
pena a ellos debida.
Unidos
con la sagrada liturgia, vivamos durante esta semana el ardiente anhelo del
banquete nupcial de la vida eterna. Revistámonos del hombre nuevo y aspiremos
con todo ardor a la perfecta caridad.
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