JUEVES DE LA VIGESIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


LA PEREZA ESPIRITUAL
1.    “Procurad caminar con cautela, no como necios, sino como sabios. Aprovechad el tiempo, porque los días son malos” (Epístola), están llenos de tentaciones, de seducciones y peligros para una vida,  para una actividad sobrenatural, enérgica, decidida. Una de las dificultades, uno de los peligros mayores, lo constituye nuestra natural inclinación a la pereza espiritual. Ella es la que nos impide aprovechar debidamente el tiempo, empleándolo en servicio de Dios y en bien de nuestra vida interior. Las tres formas más comunes, que suele adoptar la pereza espiritual, son: la distracción, la tristeza o el desaliento y la ocupación en cosas inútiles.

2.    La distracción consiste en el defecto de no estar nunca en la cosa en que se debiera estar. Es un “pecado sin cuerpo” pero puede fabricarse un cuerpo de cualquier cosa, para animarle en seguida. Actúa sin ruido y apenas se hace notar. Precisamente, su mayor peligro consiste en esto, o sea, en que no se advierte, en que nos distrae, en que aparta nuestra atención de ella. Es un verdadero cáncer de la vida interior, es un cáncer que se ramifica en manifestaciones muy preciosas, cuales son: el despecho contra nosotros mismos, el espíritu de contradicción, el irreprimible deseo de justificarnos a nosotros, la manía de censurarlo y criticarlo todo. Este vicio nos distrae mucho en la oración, nos hace insípida la sagrada Comunión, hace que cumplamos nuestras obligaciones sin celo y nos inspira verdadera aversión a las prácticas de penitencia. En poco tiempo puede destruir las gracias adquiridas durante largos meses de rudo trabajo o en una época de especial fervor: A este estado se llega por la costumbre de aplazar para mañana el cumplimiento de las obligaciones que debieran cumplirse hoy mismo, en este instante. Esta mala costumbre crea en nosotros un estado de intranquilidad, de impaciencia no santa, de precipitación, termina por hacernos ver en las obligaciones amontonadas, no a Dios, sino una carga oprimente. La distracción nace de la mala costumbre de que siempre se está dispuesto para comenzar un trabajo y, sin embargo, nunca se comienza. Nace de la excesiva acumulación de oraciones vocales y de los ejercicios externos de piedad.
La tristeza espiritual. Ningún otro elemento de la vida interior s causa de tantos pecados veniales como el de la tristeza. Este vicio es todo menos humildad, pues no hace sufridos, pacientes, sino irascibles y quisquillosos. No es tampoco arrepentimiento, contrición. Es un secreto despecho contra nosotros mismos, no un dolor por haber ofendido a Dios. Es amor propio. Estamos tristes, porque estamos ya cansados de caminar rectamente, de ser fieles. No tenemos coraje para seguir luchando contra nuestras infidelidades e imperfecciones. Nos volvemos interiormente hacia las criaturas, para consolarnos con ellas. Queremos ser vistos, ser conocidos. Queremos que los demás se enteren de lo que nosotros sentimos, de lo que padecemos, de lo que hacemos y planeamos. En una palabra: el verdadero sol que nos calienta no es otro que el mundo. La tristeza da poder al diablo sobre nuestra alma. Debilita la eficacia de los santos sacramentos. Amarga las cosas dulces y hace que los salvadores medios de la vida espiritual obren como veneno. La tristeza nos hace perder el valor para la lucha y para el sacrificio. Ya no encontramos a Dios justo y, precisamente, esta sensación nos sumerge todavía más en el abismo de la tristeza. ¡Cómo nos incapacitamos así para poder aprovechar bien el tiempo y las gracias que la bondad de Dios nos concede en todo momento! El fundamento más profundo de la tristeza está en la costumbre que tenemos de mirar, de atender más a nosotros mismo, a nuestras cosas, a nuestra conveniencia, que a Dios, que a la honra, a la voluntad y al beneplácito de Dios. ¡Y esto, justamente en la vida de piedad! Muchos se han propuesto como fin de sus aspiraciones espirituales, no precisamente a Dios, sino su propio progreso, su propio yo. ¡Y no lo dudan!
La ocupación en cosas inútiles. Jamás ha existido otra época en la que el hombre haya perdido más tiempo en cosas y en ocupaciones inútiles como la nuestra. Hoy día se malgasta un tiempo precioso en excesivas y desordenadas lecturas, en los periódicos, en la radio, en el sport y en toda clase de juegos, espectáculos y diversiones. ¡Y si fuesen solo los hijos del mundo los que perdieran su tiempo en cosas inútiles, los que se entregaran a ellas con loco frenesí, hasta apartar por completo su atención y su vista de lo único necesario! Pero, por desgracia, ¡nosotros mismos, los que nos hemos consagrado a Dios, los que hemos hecho voto de vivir solo para Él, obramos lo mismo que los mundanos, nos ocupamos de cosas fútiles y baladíes, con detrimento del espíritu de oración, con detrimento del recogimiento, de la amorosa atención a Dios y de la perfecta sumisión a Él! ¡Cuánta distracción inútil! ¡Cuántos pensamientos, preocupaciones, planes, palabras, conversaciones y discursos inútiles y, a menudo, hasta pecaminosas! ¡Qué razón tiene, pues, la liturgia, para exhortarnos: “Aprovechad el tiempo, porque los días son malos”, fascinadores!

3.    El aprovechar bien el tiempo exige una energía de alma, un esfuerzo y una santidad no comunes. ¿Es, pues, de extrañar que un San Alfonso de Ligorio, que hizo el voto de no perder nunca ni un solo minuto de tiempo, haya merecido el honor de ser elevado a los altares de la Iglesia?

Una de las particulares gracias del estado religioso consiste en que él nos asegura y nos protege contra el peligro de la pereza espiritual. Sin embargo, también en el estado religioso se necesita tener, como en el mundo, una alta idea del valor del mismo presente. Se necesita poseer una intensa vida de fe y un profundo amor a Dios y a Cristo. Se necesita estar ampliamente desprendido de todo lo que no sea Dios y practicar una sincera mortificación.

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