MIÉRCOLES DE LA VIGESIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


“APROVECHAD EL TIEMPO”
1.    La liturgia nos mete prisa. “Aprovechad el tiempo, porque los días son malos” (Epístola). Se acerca el fin. Se trata, pues, de negociar activamente con la vida, que se nos ha dado como una moneda, para ganar con ella todo lo que se puede ganar en provecho de Dios y de las almas. “Los días son malos.” Podemos fácilmente despreciar y perder el precioso tiempo que nos ha sido concedido. Podemos emplearlo en deservicio de Dios y en daño de nuestra alma. “No seáis, pues, necios.”

2.    “Aprovechad el tiempo.” Los años pasan con rapidez. Antes de que nos demos cuenta, habrá sonado nuestra última hora y se nos presentará la muerte. Cada día, cada instante del día se nos ha concedido para emplearlo en servicio de Dios y para granjearnos así una eternidad dichosa, bienaventurada. De todo el tiempo de nuestra vida solo es nuestro el breve momento presente. Es lo único de que podemos disponer. Pero aun este mismo instante es tan fugaz, que, apenas llegamos a él, ya ha pasado. Lo pasado está para nosotros del lado de allá y ya no volverá otra vez. El futuro no nos pertenece aún y quizás no nos pertenecerá nunca. Solo poseemos, pues, el minuto presente, este minuto que, dentro de poco, ya habrá dejado de existir también. Nuestra eternidad está colgada de este minuto, dependerá del modo como lo empleemos. Podemos perderlo, podemos dejarlo pasar sin provecho. Podemos utilizarlo de propósito para el pecado. Podemos convertirlo en una gracia preciosa. Muerte y vida, felicidad y desdicha, cielo e infierno dependen para nosotros de lo que hagamos con el minuto presente. ¿No procuraremos, pues, ganar el cielo con nuestra vida, que puede acabar con el minuto presente que se nos ha concedido? ¿Dejaremos pasar desaprovechado ni un solo instante de nuestra existencia? ¿Dedicaremos un solo segundo de nuestra vida al mundo, al pecado? ¿No escatimaremos, por el contrario, nuestro tiempo, y no lo emplearemos todo en servicio de Dios y en provecho de nuestra alma?
“Vivamos o muramos, siempre somos del Señor” (Rom. 14, 8). Somos cristianos. Por nuestro Bautismo (y por nuestros votos religiosos) estamos consagrados a Dios. A Él pertenece todo nuestro yo: nuestro cuerpo y nuestra alma, nuestras aptitudes y nuestro talento, nuestra salud y nuestras fuerzas. También nuestro tiempo. No somos nosotros, es Dios, a quien estamos consagrados, el que puede y debe decidir y disponer de los días, de las horas y de los minutos que se nos han concedido. Él es quien debe disponer de nuestra libertad, de nuestros deseos, de cada minuto de nuestra existencia. Nosotros no debemos hacer más que una cosa: estar atentos en todo momento, para ver lo que Dios quiere y desea de nosotros y para contestar en seguida con un alegre y cordial Fiat a todo cuanto Él nos mande y nos imponga. Como es Él, el Señor, quien dispone de nuestro tiempo, a nosotros debe sernos perfectamente indiferente el que nos emplee en este o en aquel trabajo. Debemos estar dispuestos en todo momento a recibir y acatar, a ejecutar y sacrificar lo que Él quiera y ordene y como Él lo quiera y lo ordene. Dios no nos dejará ociosos ni un solo instante. Cuando no nos ocupe en un trabajo externo, nos empleará en uno interior. Siempre, en todo momento se preocupa de que le amemos, le demos gracias, le alabemos, nos sometamos a Él en todo y vivamos conforme a su beneplácito. Cada instante de nuestra vida debe ser un suspiro de amor de hijo para con el Padre, debe ser una nota de la constante y sublime sinfonía de un alma que solo vive para Dios, que ha depositado todos sus anhelos y esperanzas en las manos del Padre. Si a cada uno de los instantes de nuestra vida. Viviremos cada vez más profunda y más perfectamente sometidos a Dios y a su santa voluntad. Nos encontraremos en cada momento con lo más profundo, con lo último que él encierra en su seno: con Dios, con la voluntad y con el beneplácito de Dios, con la gracia de Dios. De este modo, cada minuto de nuestra vida se convertirá en una maciza y apretada gavilla para la cosecha de la eternidad.

3.    Solo se nos concede el minuto presente. Debiéramos, pues, aprovecharlos. Debiéramos vivirlo en toda su intensidad, es decir, debiéramos hacer durante él lo que Dios, todo lo que Dios quiere que hagamos. Pero, en lugar de esto, nosotros preferimos vivir para el porvenir: trazamos planes y nos torturamos estúpidamente con inútiles preocupaciones por el mañana. Preferimos vivir del pasado. Estamos siempre distraídos y ocupados con recuerdos, con añoranzas y escrúpulos inútiles y, mientras tanto, no aprovechamos la gracia del minuto presente.

Otras veces, demasiadas por desgracia, aplazamos para más tarde lo que, según la voluntad de Dios, debiéramos hacer ahora mismo, en este instante. De este modo, dejamos que las obligaciones se vayan pisando, por decirlo así, los talones, se vayan amontonando unas sobre otras, hasta que llegan a convertírsenos en una carga insoportable. No hacemos las cosas como debiéramos hacerlos. En vez de cumplir cada obligación a su debido tiempo, con calma y con perseverancia, con la vista puesta en Dios, preferimos cumplirlas con rapidez, con precipitación, sin pensar en Dios, impulsados únicamente por el deseo de acabar cuanto antes. Solo el hombre que está hondamente invadido por el espíritu de fe, que está plenamente sometido a la voluntad de Dios, es el que sabe aprovechar de veras el tiempo.

Después que hemos desperdiciado tantos instantes preciosos del tiempo que se nos ha concedido, la fe en la vuelta del Señor para juzgarnos y el pensamiento de la muerte nos repiten hoy con toda vehemencia las palabras de la Epístola: “Aprovechad el  tiempo.” ¡Tenemos tanto de que arrepentirnos y de que enmendarnos! “¿Qué patrono invocaré, cuando el mismo justo estará apenas seguro? Gimo como reo; la culpa sonroja mi rostro. ¡Oh Dios, perdona al que te suplica!”

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lecc XXII EXPLICACION DE DIOS (1)

LA VIDA INTERIOR

Lecc 21 EXISTENCIA DE DIOS (4)