NUESTRA FE

   El hijo de un centurión de Cafarnaúm está gravemente enfermo. El padre del enfermo se entera de que Jesús, procedente de Judea, se dirige hacia Galilea. Entonces él le sale al encuentro y le suplica que no se detenga en ninguna parte, sino que baje cuanto antes de Cafarnaúm y salve a su hijo, que se halla a las puertas de la muerte. “Señor, baja antes de que muera mi hijo.” El Señor escucha los ruegos del centurión y los satisface, pero no como aquél quería. No desciende hasta Cafarnaúm, sino que salva al moribundo desde lejos. Después, dice al oficial: “Vete, tu hijo vive.” El oficial lo cree y torna en seguida a su casa: su hijo está curado. Le abandonó la fiebre en el mismo instante en que Jesús aseguró al padre: “Tu hijo vive” (Evangelio).

2.    “Si no veis milagros y prodigios, no creéis” (Evangelio). El padre del enfermo de Cafarnaúm ha oído hablar de Jesús y cree en su poder, cree que puede librar a su hijo de la muerte. De lo contario, no se hubiera dirigido al encuentro del Señor. Sin embargo, todavía no tiene la fe que Jesús quiere de él. El centurión está convencido de que el Señor necesitará descender hasta Cafarnaúm, para poder salvar a su hijo. Cree que el Señor no podrá ejercer su poder a distancia, sin hallarse presente personalmente ante el enfermo. Espera que el Señor pondrá sus manos sobre su hijo  le sanará por medio de un patente milagro. Por eso le reprocha Jesús: “Si no veis milagros y prodigios, no creéis.” El centurión está tan preocupado de la salvación de su hijo que no entiende el significado de las palabras del Señor. Por eso, vuelve a suplicarle con nueva urgencia: “Baja a Cafarnaúm ahora mismo, antes de que se muera mi hijo.” Pero Jesús no desciende hasta Cafarnaúm. Le interesa más rectificar y vigorizar la fe del centurión. Para ello, sana al enfermo desde lejos, sin ningún tocamiento físico de manos, sin contacto de ninguna clase, sin un gesto, sin ningún prodigio aparatoso. El oficial se deja conducir por el Señor hasta la cima de la fe perfecta. “Vete, tu hijo vive. Él creyó lo que le dijo Jesús y se volvió a su casa.” ¡Bienaventurados los que no ven y, sin embargo, creen! El Señor quiere que los suyos tengan fe: fe en su amor, en su sabia providencia, en su omnipotente y misteriosa acción. ¡Sus caminos no son los caminos del hombre!
“Señor, desciende antes de que se muera mi hijo.” La liturgia nos ve nosotros mismos, a los cristianos de hoy, en este angustiado centurión de fe débil, imperfecta. Nosotros vemos cómo muchos de nuestros hermanos en Cristo viven sumergidos en el mundo y en lo terreno y se entregan cada vez más a las cosas de aquí abajo. Vemos cómo se debilitan cada vez más la fe y las convicciones cristianas de muchos. Vemos cómo cada día van ganando nuevo terreno las máximas y el espíritu del mundo. Vemos cómo crece constantemente y de un modo alarmante el apego a la vida presente, con sus ideales y sus bienes, la indiferencia religiosa y el olvido de Dios, el alejamiento de Cristo y de su Iglesia. Vemos los grandes peligros que amenazan a nuestra alma y a las almas de nuestros seres queridos. Su salvación nos preocupa. Por eso, nos acercamos anhelantes al Señor y le suplicamos con el centurión del Evangelio: “Señor, desciende pronto a Cafarnaúm, antes de que se muera mi hijo.” Intervén públicamente, como tantas veces has intervenido ya en la historia del pueblo de Israel y en la historia de la Iglesia. Ven al juicio. Aniquila a los malos con brazo fuerte, con llameante furor, con justicia divina. Haz un prodigio, para que recobren su fe, para que se conviertan a Ti y salven sus almas. Con esta impaciencia, con este urgente anhelo esperamos el milagro, la llegad del Señor. Pero Él nos reprocha: “Si no veis signos y prodigios, no creéis.” Y no satisface nuestros deseos. Al contrario, nos eleva a las alturas de la fe: “He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Matth. 28, 20). Quiere que creamos en su amor, en su sabiduría, en su voluntad y en su poder para salvar las almas y para vencer el mal. “Tened confianza, yo he vencido al mundo” (Joh. 16, 33). El Señor quiere de nosotros fe. Aun no viene al juicio. Al contrario, cada día prueba más nuestra fe. Lo hace así, para robustecerla y acrecentarla. Nosotros creamos como el centurión del Evangelio y continuemos marchando, con una fe ciega, robusta, por el camino de la patria eterna. Allí sabremos por fin que: “Tu hijo vive.”
3.    Aunque no lo confesemos, muchas veces buscamos un milagro del Señor. No nos basta con la fe en su persona, en su divinidad y en su humanidad, en su voluntad y en su acción salvadoras, en su sabia providencia, en su misteriosa y enérgica influencia sobre los espíritus y sobre los corazones, en su admirable fuerza –que doblega dulce, suavemente nuestra misma voluntad rebeldes-, en sus promesas y garantías. La predicción, la adivinación del porvenir nos seduce irresistiblemente, y fácilmente damos crédito a cualquier ridículo augurio que se nos haga acerca de las cosas, de los hombres o de nosotros mismos. Merecemos con mucha razón el reproche del Señor: “Si no veis signos y prodigios, no creéis.”

“Los días son malos” (Epístola). Razón de más para creer ciegamente en los propósitos salvadores del Señor y en el poder de su amor hacia nosotros. No temamos. Cuanto más nos preocupen los peligros que puedan correr las almas, más firmes debemos permanecer al lado del Señor, orando, expiando y confiando. “Todos tienen sus ojos clavados en Ti, Señor y tu das a todos el alimento en tiempo oportuno. Abres tu mano, y llenas de bendición a todo cuanto vive” (Gradual). Creamos y confiemos así nosotros. Nuestra fe no nos engañará, como tampoco engañó al centurión del Evangelio su fe en Jesús.

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