“TRATAD DE CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS”
1. “Aprovechad el tiempo, porque los días
son malos. No seáis, pues, necios, sino tratad de conocer la voluntad de Dios”
(Epístola). Conocer la voluntad: he aquí en qué consiste la sabiduría de la
vida cristiana. ¡Respetar en todo a Dios y su divino beneplácito!
Aprovecharemos bien el tiempo, en la misma medida en que tengamos la costumbre
de contemplar a la luz de la voluntad y del beneplácito de Dios todas y cada
una de las cosas que nos sucedan en la vida. En la medida en que nos
acostumbremos a ejecutarlo, es decir, a aceptarlo y a sufrirlo todo por
consideración a Dios.
2. “Tratad de conocer la voluntad de Dios.”
Toda la preocupación
del Señor consiste en ejecutar la voluntad del Padre. Ve en todo con claridad y
seguridad la voluntad del Padre. Desde el primer instante de su entrada en este
mundo posee ya, como Hijo de Dios, la contemplación del Padre. Ve en todo a Dios,
ve la voluntad de Dios, ve lo que ama el Padre. “Hago siempre lo que agrada al
Padre” (Joh. 8, 29). Su “comida consiste en hacer la voluntad del Padre que le
envió” (Joh. 4, 34). El Señor no conoce otra cosa más que la voluntad del
Padre. Vive plena y totalmente para Él. Nosotros estamos incorporados con
Cristo. Vivimos la misma vida de Jesús. Por consiguiente, nuestra única
preocupación debe consistir también en conocer y en ejecutar en todo la
voluntad del Padre. Nuestro progreso espiritual y nuestra perfección se basan
en nuestra cordial y absoluta sumisión a la voluntad de Dios. Consiste en que
no busquemos nada para nosotros mismos, ni en lo pequeño ni en lo grande, ni en
el tiempo ni en la eternidad (Imitación de Cristo. 3, 25). La perfección consiste
en la caridad. Pero la caridad, a su vez, consiste en el cumplimiento de la
voluntad de Dios: “¡Hágase tu voluntad!” Ahora bien, solo podremos ejecutar la
voluntad de Dios, en aquella medida en que la veamos y la conozcamos. El primer
paso para la verdadera, para la perfecta vida cristiana lo damos cuando vemos
en todas las cosas, en todos los sucesos y eventualidades la providencia, la
mano, el amoroso gobierno, la dirección, la permisión y la ordenación de Dios.
Lo damos, cuando no nos detenemos en los sucesos, en los accidentes, en las
dificultades, en las obligaciones, sino que, penetrando a través de ellas y
elevándonos por encima de ellas, llegamos hasta lo último, hasta la verdadera
realidad, hasta Dios, “el cual obra todo en todos” (1 Cor. 12, 6).
Conocemos la voluntad de Dios en los llamados signos o señales con que
Dios nos da a entender lo que Él quiere y desea de nosotros. Una de estas
señales es la palabra pronunciada expresamente por Dios y trasmitida hasta
nosotros en la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento. Los Escritos del
Antiguo y del Nuevo Testamento nos manifiestan lo que Dios ordena y prohíbe, lo
que Él nos aconseja y espera de nuestro amor, aun cuando no nos ordene ni nos
prohíba nada expresamente. Otra señal de la voluntad de Dios es su palabra
externa, manifestada en la creación y en la providencia. Todos los seres nos
revelan el poder, la sabiduría, el amor y la grandeza de Dios y nos obligan a
amar y a servir con santo respeto a este grande y amoroso Dios. La providencia
de Dios interviene en todos los sucesos, lo mismo en los grandes que en los
pequeños. Todo cuanto pueda sucedernos, aun lo más duro y amargo, es permitido
u ordenado por la sabiduría de Dios, todo ha sido medido y calculado por ella
para que contribuya a nuestro mayor bien. Lo que nos exige la naturaleza, así
corporal como espiritual; las obligaciones y cargas que nos impone la sociedad;
lo que exigen de nosotros nuestra vocación y nuestro estado: todo ello no es
otra cosa que una manifestación de lo que Dios quiere que hagamos, es decir, de
lo que quiere que soportemos. La tercera señal de la voluntad divina es la
palabra interior, la inefable comunicación espiritual con que Él habla a
nuestra alma. Esta palabra interior de Dios es mucho más difícil que conocer
que su palabra externa. Pero, a medida que crecemos en la unión con Dios, se
nos va revelando cada vez con mayor claridad y seguridad. La cuarta señal de la
voluntad de Dios son la penetración natural y las exigencias de nuestra razón.
Dios quiere que, además de todo el espíritu de fe que Él nos ha dado, empleemos
y ejercitemos la razón natural iluminada por la fe. Muchas veces no poseemos
casi ningún otro faro que le de la propia razón. Que crezca en nosotros la
gracia y con la gracia el santo amor, y entonces nuestra razón natural se irá
iluminando cada vez más con la luz del Espíritu Santo, hasta llegar un momento
en el que ya conocerá casi instintivamente y sin necesidad de mucha reflexión
lo que Dios quiere del alma (Don de consejo). “Tratad de conocer la voluntad de
Dios.”
3. “Tratad de conocer la voluntad de Dios.”
No existe otro conocimiento que haga el hombre tan dichoso y tan libre como el
conocimiento de la voluntad de Dios. A luz de la convicción: Dios así lo
quiere, así lo desea, así lo permite, así lo dispone y así lo ordena, se torna
fácil el cumplimiento de las obligaciones y los dolores se dulcifican. A la luz
del conocimiento de que Dios así lo dispone y así lo ordena, podemos convertir
en una oración, en un “por tu amor”, en una gracia, todo cuanto nos acaezca
durante el día y durante toda la vida. “¡Bienaventurados los que caminan en la
Ley (voluntad) del Señor!” (Salmo del Introito.)
A
la luz del conocimiento de la voluntad de Dios reconozcamos y confesemos:
“Señor, todo cuanto has hecho con nosotros es pura justicia, pues te hemos
ofendido y no hemos obedecido tus mandatos” (Introito). Veamos, en los dolores
y dificultades que nos sobrevengan, la acción, tan justiciera como
misericordiosa, del amoroso Dios. Inclinémonos humildes ante ella y sometámonos
a ella con una inconmovible confianza en la misericordia divina. “¡Glorifica tu
nombre, Señor, y trátanos según tu mucha misericordia!” Así ve, así
considera la Iglesia los dolores y las dificultades de la presente vida. Así
debemos verlas y considerarlas también nosotros con ella.
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