VIERNES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


MANSEDUMBRE CRISTIANA
1.    “Revestíos del hombre nuevo. Para ello, renunciad a toda mentira. Airaos, pero no pequéis: no consintáis que se ponga el sol sobre vuestra ira. No deis ocasión al diablo” (Epístola).

2.    “Airaos, pero no pequéis.” Reina mucho la ira en el hombre. La ira justificada y la injustificada. La ira contra sí mismo, contra los demás, contra la fortuna y, muchas veces, contra el mismo Dios. La ira tiene sus raíces en el sentimiento de un perjuicio causado a la propia persona. Cuando se dirige contra otro, se basa en el pretexto de que ese tal nos desprecia o nos trata con poco respeto. Semejante suposición o pretexto engendra la ira, es decir, el deseo de venganza contra el que nos ha causado un mal, verdadero o supuesto. La ira se mezcla fácilmente con el odio, y esto aun cuando el deseo de castigar al prójimo está motivado y justificado. La ira nos impulsa a castigar al que nos ha perjudicado, no precisamente por amor a la justicia ni por caridad par con el alma de nuestro prójimo, sino únicamente por espíritu de venganza, por mala voluntad contra la persona del que nos ha hecho mal. La ira es con frecuencia un desahogo del odio. La ira lesiona con mucha frecuencia la justicia, bien castigando al inocente, bien castigando al culpable más de lo justo. La ira, la irritación, el deseo de venganza, de castigo, peca fácilmente contra la mansedumbre y contra la dulzura cristianas. Mata la mutua concordia que debe reinar entre los hombres y comete muchos pecados contra la caridad, tanto de pensamiento y de deseo como de palabra y de obra. Con razón nos aconseja la Epístola: “Airaos, pero no pequéis.” No persistáis en la ira. No cedáis a sus impulsos. No la manifestéis al exterior. Reprimid, dominad la irritación interna. No toméis nunca una decisión mientras os dure la ira, porque vuestra razón está entonces completamente ofuscada y no ve rectamente las cosas. En medio de los males y de los contratiempos, que provoquen vuestra irritación, levantad vuestra vista a Dios y fijadla en su providencia, en su divina voluntad. Él es quien os envía o quien permite que os sobrevenga lo que excita vuestra cólera. Convenzámonos de que todas nuestras contrariedades nos vienen de Dios, de Cristo, y entonces venceremos fácilmente la ira.
“Bienaventurados los mansos” (Matth. 5,5). La mansedumbre cristiana no consiste precisamente en que tengamos una profunda aversión a toda defensa y justificación de nosotros mismos. No consiste tampoco en aceptar con indiferencia estoica todo cuanto los otros nos hagan. No, ésta no es la mansedumbre de Cristo. Es abulia, es falta de voluntad, falta de energía. Sí, en esta aceptación, en esta sumisión inerte, sin calor, sin alma, hay cierta especie de indiferencia para con el mal, que nos tiene nada que ver con la mansedumbre cristiana. La mansedumbre cristiana es hija de la fortaleza no de la debilidad. Proviene del fuego del amor de Dios y del prójimo y del enérgico vencimiento de uno mismo. Nace de la serenidad de un alma invadida y purificada por Dios, de un alma en quien la natural susceptibilidad e irritabilidad del egoísmo, con todas las demás miserias y flaquezas del hombre bajo, ha sido suplantada por una vida más grande y elevada y por un criterio de justificación o defensa completamente nuevo. La mansedumbre cristiana es humanidad, delicadeza, sensibilidad, compasión, amor al prójimo. Pero, en medio de todos estos sentimientos tiernos, posee una inexorable lógica interna y se halla limpia de todo residuo de amor propio, de vanidad, de ambición y de respeto humano. La mansedumbre cristiana proviene de un heroísmo reflexivo, consciente y vivido hasta el fin. Proviene de la perfección, no de la natural bondad del corazón. Es hija de lo divino, no de lo humano. Por eso, ella, y solo ella, puede convencer al fuerte de que la ley de la verdadera perfección la constituyen las nobles virtudes de la dulzura y de la delicadeza. Solo ella puede hacerle ver que, lo que se esconde tras los impulsos de la ira y tras las falsas e impuras energías de las palabras gruesas y de los hechos brutales, no es sino una profunda y vergonzosa debilidad, una inconfesable cobardía. La noble, la verdadera mansedumbre cristiana solo puede encontrarse en el hombre nuevo, purificado, “creado por Dios en justicia y en santidad verdaderas.”
3.    “Airaos, pero no pequéis.” También Jesús se encolerizó contra los comerciantes y vendedores del Templo de Jerusalén. “Habiendo hecho un látigo de cuerdas, arrojó del Templo a todos los negociantes con sus mercancías. Lanzó por tierra el dinero de los cambistas y destruyó sus mesas. A los que vendías palomas les dijo: ‘Llevaos de aquí todo esto y no convirtáis la Casa de mi  Padre en lonja de contratación’” (Joh. 2, 15sg.). Ante la profanación de su Casa, Jesús no permanece insensible.

No puede, no debe permanecer. Persigue al mal con toda su alma. ¿No deberemos, pues, airarnos también nosotros, no deberemos perseguir también al mal inexorablemente, con toda nuestra alma? Sí; pero no hemos de hacerlo para devolver mal por mal, para derramar sangre por sangre, para vengar con crueldad la crueldad extraña. “Airaos, pero no pequéis.” Hacedlo de tal modo, que “vengáis el mal pro medio del bien” (Rom. 12, 21). El verdadero cristianismo consiste en una suave energía interna. Consiste, ante todo, en la propia trasformación espiritual del individuo, en la realización del hombre nuevo en uno mismo. Esta trasformación personal influirá después poderosamente en la trasformación de los demás. Si nuestra ira es malsana y estéril, se debe únicamente a que estamos muy poco revestidos del hombre nuevo, a que estamos muy poco trasformados interiormente.

Solo cuando, por medio del espíritu de Cristo, nos hayamos revestido suavemente del hombre nuevo, seremos fuertes espiritualmente y podremos emplear rectamente, con dulce inflexibilidad, sin acritud, con cariñoso interés, con noble delicadeza, los medios externos de violencia, de castigo. “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra” del corazón extraño.

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