VIGÉSIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

“¡GLORIFICA TU NOMBRE!”

1.    El año eclesiástico camina poco a poco hacia su fin. Este fin representa para la Iglesia la desaparición del mundo y el término de la larga peregrinación, la anhelante espera, lejos del Señor y del Esposo. “Venga a nos el tu reino”, el reino de la beatifica redención final, la liberación definitiva de este triste y duro destierro.

2.    “Hemos pecado contra Ti y no hemos obedecido tus mandatos” (Introito). Así oraba Azarías, uno de los tres jóvenes del horno de Babilonia. Mientras permanecían entre las llamas, los tres jóvenes “alababan a Dios y bendecían al Señor” (Dan. 3, 24). ¡La Iglesia en el horno de las persecuciones, de los dolores! Sin embargo, alaba al Señor. “Solo justicia son tus actos, Señor. Todo lo que has hecho con nosotros, lo teníamos merecido, pues hemos pecado contra Ti” ¡El Confiteor de la santa Iglesia! Lo repite todos los días ante las gradas del altar. Todos los días eleva al cielo su “Miserere mei, Deus- Señor ten, piedad de mí”, y su Kyrie eleison. Hoy, cuando el año eclesiástico se aproxima a su fin, este clamor tiene un sonido especial. Nosotros lancemos una retrospectiva mirada a todas las gracias recibidas durante el año que va a expirar. Recordemos todo lo que el Señor ha obrado y debiera haber obrado en nosotros, en los hijos de la Iglesia, en nuestros hermanos en Cristo. Se presentó todos los días en medio de nosotros, para inmolarse por nosotros y para comunicarnos los frutos del sacrificio de la cruz. Nos invitó a convertirnos con Él en un solo sacrificio, a dejarnos crucificar con Él, a morir con Él. Nos concedió todos los días, en su sacrificio, el perdón de nuestros pecados y nos inundó de su vida resucitada, gloriosa, pura, inmortal. Pero nosotros no hemos procurado sumergirnos en esa vida con decisión, con todo nuestro ser. No hemos procurado apropiárnosla, asimilárnosla en toda su plenitud y fecundidad. No hemos procurado hacerla efectiva. Hemos pecado. Hemos merecido el castigo.
“Pero, ¡glorifica tu Nombre y trátanos según tu mucha misericordia!” (Introito). “¡Da gloria a tu Nombre!” ¡Los enemigos de la Iglesia explotan contra el Señor las faltas y los pecados que cometemos nosotros! Una Iglesia, dicen ellos, en la que pueden vivir tales pecadores, que cuenta entre sus servidores y miembros a hombres tan indignos; una Iglesia que tan poco consigue de los hombres, que no logra cambiarlos, hacerlos otros, no puede ser la Iglesia de Cristo. Ya ha realizado su misión. ¡Ya es hora de que ceda el puesto a otra nueva religión! “¡Da gloria a tu Nombre!” Por amor de Ti mismo, Señor, perdona nuestras culpas y compadécete de nosotros. Aparta de nosotros tu justiciero castigo. Porque los malos nos mortifican, diciendo: ‘¿Quién es vuestro Dios?’ ¡Muestra tu poder en la Iglesia y ayúdala, para que lo vean sus enemigos y crean en Ti! “¡Glorifica tu Nombre!” ¡La Iglesia pide al Señor haga un milagro! Pero no un milagro externo, aparatoso, sino un milagro íntimo, vital: ¡el milagro de la trasformación divina, de la espiritualización de las almas! “Para que purificadas de todo pecado, te sirvan alegremente” (Oración). Para que nosotros “caminemos con cautela. Para que aprendamos a conocer y a ejecutar la voluntad de Dios. Para que seamos inundados del Espíritu Santo y, como hombres llenos de dicho Espíritu, hablemos los unos a los otros con salmos y cánticos espirituales, alabemos a Dios, desde lo hondo de nuestros corazones, con himnos y le demos gracias” por todo cuanto Él ha obrado en su Iglesia, en nosotros y en nuestros hermanos en Cristo (Epístola).
“¡Glorifica tu Nombre!” La madre Iglesia contempla con profundo dolor el gran número de sus hijos que, después de haber nacido a la vida en el santo Bautismo, yacen ahora agonizantes. Por eso, se acerca anhelante al Señor y le suplica con el oficial del rey Herodes Antipas: “Señor, baja a mi casa y sana a mi hijo, que se está muriendo.” ¡Un ardiente suspiro por la hora de la bajada, de la vuelta del Señor rodeado de su gloria! “¡Baja! ¡Salva a mis hijos! ¡Dales la perfecta salud!” Pero el Señor no viene aún. Quiere probar más la fe de su Esposa. Baja a ella de un modo invisible, oculto, bajo el blanco y frágil velo de la santa hostia. Se inmola a sí mismo, para comunicar a los fieles en el santo sacrificio los frutos de su muerte de cruz. En la sagrada Comunión se hace substancioso y confortante alimento de ellos y le asegura a la Iglesia: “Tu hijo vive.” Ella “cree en la palabra de Jesús” y sigue dirigiéndose por el camino de la fe en el Señor y en su acción salvadora y santificadora, hacia el día de la vuelta y de la redención definitivas.

3.    Así, cree, así obra la sagrada liturgia, la santa Iglesia. Ella conoce muy bien los pecados y culpas de sus miembros, de sus fieles. Los conoce y los lamenta. Pero no se detiene en los pecados y en los pecadores. Los presenta ante el Señor. Se los confiesa sencilla, humildemente y convierte esta confesión en un himno de alabanzas a la grandeza, a la justicia, a la santidad y a la misericordia divinas. Animada por su viva fe en la misericordia y en el amor del Señor, espera tranquilamente de Él el perdón de la deuda y las gracias necesarias para la trasformación interior de sus hijos. “Vete, tu hijo vive.” Ella confía, y estimula a sus hijos a que emprendan una vida nueva, pura, fiel. Para ayudarles mejor en su tarea, pone a su disposición la virtud del santo sacrificio y de la sagrada Comunión.

“Procurad caminar con cautela, no como necios, sino como sabios. Aprovechad el tiempo, porque los días son malos. No seáis imprudentes, antes tratad de conocer en todo la voluntad de Dios.”

“Todos tienen sus ojos clavados en Ti, Señor, y tu das a todos el alimento en tiempo oportuno. Abres tu mano, y todo lo llenas de bendición” (Gradual). Así lo hiciste con el agonizante hijo del oficial real. Así lo haces todos los días, en la celebración de la santa Eucaristía, con los hijos enfermos de la Iglesia. Así lo harás, finalmente, el día de tu vuelta, con toda la Iglesia, cuando celebres con ella los eternos desposorios del cielo.

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