MARTES DE LA VIGESIMOTERCERA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

“VENGA A NOS EL TU REINO.”
1.  “De allí esperamos al Salvador, a nuestro Señor Jesucristo”
(Epístola). La Iglesia espera la llegada del Señor, del Esposo. Desde
el instante en que Él subió al cielo, ella está de pie y escruta
constantemente el horizonte, para ver si llega pronto el Esposo que ha
de conducirla a los eternos desposorios del cielo. Entre tanto,
proclama confiada: “Confieso un solo Bautismo y espero la resurrección
de la carne y la vida perdurable” (Credo de la Misa).

2. “El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que, habiendo
tomado sus lámparas, salieron al encuentro del esposo” (Matth. 25, 1).
El Señor nos ha trazado muchos cuadros de la Iglesia de la tierra;
pero ninguno de ellos puede compararse, en colorido y en fuego, con el
que nos dibujó en la parábola de las diez vírgenes que salieron al
encuentro del esposo. Solo les domina un pensamiento. ¡Cómo piensan en
todo lo necesario, cómo lo disponen todo de antemano! Se preocupan de
no abandonar al esposo que va a llegar. ¡Cómo le esperan! ¡Con qué
ansiedad escrutan el horizonte, para ver si le divisan! ¡Con qué
atención auscultan su oído en la noche, para sorprender el menor
ruido! ¡Qué tensión en sus nervios y en todo su cuerpo, para volar en
todo momento a lo único que les preocupa! ¡Cómo les devora el ansia de
saludar cuanto antes al esposo y de penetrar con él en la sala de
bodas! Sí, así es la Iglesia, así es la Esposa del Señor. Espera la
llegada del Esposo. La espera con ansia devoradora. ¿Qué podrá
brindarle la tierra? Su atención está clavada en lo eterno. “Nuestra
conversación está en el cielo. De allí esperamos al Salvador, a
nuestro Señor Jesucristo.” La Iglesia vive en continua expectación. Es
toda ella un ascua viva de deseo por la llegada del Esposo. Sus hijos,
cuando se encuentran, se saludan mutuamente con la exclamación: Maran
atha – “¡Ven, Señor!” (1 Cor. 16, 22) Su súplica constante es: “Amén.
¡Ven, Señor!” (Apoc. 22, 20.) Impelidos por este santo anhelo, ruegan:
“Señor, acuérdate de tu Iglesia. Líbrala de todo mal y llénala de tu
amor. Sí, congrégala, desde los cuatro puntos cardinales, en el reino
que Tú le has preparado. Venga la gracia y venza al mundo” (Doctrina
de los Doce Apóstoles). El anhelo, que siente ya la Iglesia por la
llegada del Esposo, se inflamará todavía más al fin del mundo, al
contemplar los terrores apocalípticos de aquella hora. Entonces “el
espíritu y la esposa clamarán: ¡Ven! Y, el que lo oyere, repetirá:
“¡Ven! “ (Apoc. 22, 17.) Entonces “el reino de los cielos será
semejante a diez vírgenes que, habiendo tomado sus lámparas, salieron
al encuentro del esposo.”
“Espero la vida eterna.” La Iglesia la espera con entera seguridad y
firmeza. Y con razón. La Cabeza ha penetrado ya en la vida eterna.
Esto inspira al cuerpo, a los miembros, una seguridad y una certeza
infalibles. Permanezcamos solamente miembros vivos de Cristo, y
entonces tendremos asegurada la vida eterna. Sí, el cumplimiento
perfecto de lo que esperamos es ya una realidad. “Dios nos ha hecho
vivir en Cristo, nos ha resucitado y nos ha hecho sentar con Él en el
reino de los cielos” (Eph. 1, 5). Nuestra resurrección, nuestra
glorificación en el cielo ha comenzado ya en Cristo, en nuestra
Cabeza. Reconozcamos, pues, agradecidos: “Señor, tú nos has librado de
los que nos afligían, y confundiste a los que nos odiaron. Nos
gloriaremos de Dios en todo tiempo y alabaremos tu Nombre eternamente”
(Gradual). Creamos en su afirmación: “Yo abrigo pensamientos de paz.
Os sacaré de vuestra cautividad en cualquier tiempo y lugar.”

3. “Nuestra conversación está en el cielo”. Ante nosotros se presenta
un porvenir lleno de bendición y de dicha. ¿Qué significan a su lado
las tribulaciones de esta vida? ¿Qué extraño es, pues, que, durante la
vida presente, que no es más que una continua y ansiosa espera de la
vuelta del Señor, qué extraño es que se dé y se desarrolle una raza de
mártires que pisotean decidida, viril, heroicamente, los bienes, los
honores y las alegrías de este mundo y que lo entregan todo: hacienda,
familia, sangre y vida, para ganar a Cristo, para ganar la verdadera,
la eterna vida? ¿Qué extraño es que se dé también una raza de
vírgenes, fuerte y viril, alada y pura, como la de una Cecilia, la de
una Inés, la de una Águeda? Todos estos saben esperar al Señor. ¿Y
nosotros?

“Voy allá, para prepararos un lugar. Una vez que haya ido y os haya
preparado un lugar, entonces tornaré a vosotros y os llevaré conmigo,
para que, donde yo esté, estéis vosotros también. Os he dicho todo
esto, para que mi gozo esté también en vosotros y para que vuestro
gozo sea completo” (Joh. 14, 3; 15, 11), con la visión de lo que
esperáis, los que estáis incorporados y unidos a mi cómo miembros
míos.

“¡Venga a nos él tu reino!” ¡Venga seguro, venga pronto! ¡Venta a
todos nosotros!

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