MIÉRCOLES DE LA ÚLTIMA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


CAMINAR DE MODO AGRADABLE A DIOS.

1.    El Juez del mundo viene. “Todos tendremos que presentarnos ante el tribunal de Cristo, para que cada cual dé cuenta del bien y del mal que hizo que hizo durante su vida terrena. Por eso, esforcémonos en agradar a Dios” (2 Cor. 5, 9 10). La liturgia suplica a Dios nos dé fuerzas para que “podamos agradarle en todo” (Epístola). De este modo, podremos esperar confiados la llegada del Juez.

2.    “Para que caminéis de modo digno y agradable a Dios” (Epístola). La Epístola nos indica expresamente cómo podremos conseguir esto. Lo conseguiremos, “llenándonos del conocimiento de la voluntad de Dios” y adquiriendo “la plenitud de toda ciencia y de toda inteligencia espirituales”. Así es como nos quiere la santa Iglesia: llenos de ciencia y de inteligencia espirituales, sobrenaturales, es decir, llenos de espíritu de fe y de amorosa comprensión de todo lo que Dios hizo y hace constantemente en nosotros y por nosotros. La Iglesia desea que pongamos todo nuestro afán en ahondar en los que pongamos todo nuestro afán en ahondar en los misterios de la encarnación, de la redención, de la acción sobrenatural de Dios en nosotros, en los misterios de nuestra incorporación a Cristo y a su Iglesia, de nuestra vocación a la posesión y al goce con Cristo de la vida divina: ahora, por medio de la gracia; más tarde, en la gloria. Éste es, según la mente de la liturgia, el mundo en que debe moverse, en que debe respirar y vivir el cristiano. “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el espíritu de la sabiduría y de la revelación, para que le conozcáis a Él cada vez más. Él ilumine también los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis la esperanza de vuestra vocación, la rica y gloriosa herencia que Dios tiene preparada para los santos y la excelsa magnitud de su poder en los que creemos en Él” (Eph. 1, 17-19). “Llenos de toda ciencia y de toda inteligencia espirituales.” Con esta ciencia y con esta inteligencia poseeremos “el conocimiento de la voluntad de Dios”, es decir, conoceremos la amorosa voluntad con que Él, en su infinita misericordia, se propuso desde toda la eternidad enviarnos a nosotros, pecadores, su propio Hijo, para que, con su muerte, nos reconciliase con el Padre y nos hiciese hijos de Dios. Llenos de este conocimiento, “caminaremos de un modo digno y agradable a Dios”. El conocimiento profundo, lleno de fe, de lo que es Dios y de los que ha sido y será eternamente para nosotros, transformará necesariamente nuestra vida. Nos hará “producir frutos de toda clase de buenas obras”, nos “fortalecerá en todas las virtudes” y, mediante la fuerza de Dios, nos haremos dignos, con mucha paciencia y con alegre constancia, de que Dios realice en nosotros sus planes salvadores. Ante todo, el conocimiento de Dios, es decir, el conocimiento de lo que Él es en sí mismo y de lo que es para nosotros; después, la mirada sobre nosotros. Primero, la alegre convicción de lo que somos, de lo que poseemos en Dios y por Dios; después, la preocupación por lo que habremos de hacer. Así es como nos quiere la sagrada liturgia.
“Para que deis gracias al Padre.” “Él os ha hecho dignos de participar de la herencia de los santos en la luz. Él nos sacó de la potestad de las tinieblas y nos trasladó al reino de su amado Hijo, el cual nos alcanzó la redención y el perdón de los pecados por medio de su sangre” (Epístola). ¡Tres beneficios de Dios! A los que por naturaleza éramos hijos de su ira y de su aborrecimiento, nos hizo dignos de poder participar de la herencia de los santos en la luz, es decir, nos concedió la gracia de la fe aquí en la tierra y el derecho a las alegrías, a la gloria y a la felicidad eternas del cielo. A los que por naturaleza éramos esclavos de Satanás, nos arrancó del poder de las tinieblas y nos introdujo en el reino de su amado Hijo, es decir, en la santa Iglesia. Ahora somos miembros del cuerpo de Cristo, somos sarmientos de la vid llena de vida, estamos animados y vivificados por Cristo, estamos cristificados, estamos llamados también a participar de la herencia, del reino de Cristo en el cielo. Finalmente, el Hijo de Dios nos redimió con su propia sangre y con su vida y nos alcanzó el perdón de los pecados. “Para que podáis dar gracias a Dios”, convencidos cada vez más de los inmensos beneficios que Él nos concedió en Cristo Jesús. Nuestra vida debe ser un ininterrumpido “Deo gratias”, una perenne “eucharistia”, una constante mirada, llena de agradecimiento, al Dios Padre. Así nos quiere la sagrada liturgia, la santa Iglesia.

3.    Éste era el propósito del año eclesiástico que acaba de concluir: llenarnos del conocimiento de lo que Dios nos ha concedido con el envío de su Hijo Unigénito, con la vida, con las enseñanzas, con la pasión y muerte del Redentor, con su resurrección y su ascensión al cielo, con la vida del Señor glorioso –el cual nos envió el Espíritu Santo, nos incorporó a sí en el santo Bautismo y nos sumergió en su vida del Hijo de Dios; el cual se hace sacerdote y víctima nuestra en el santo sacrificio y se convierte todos los días, en la sagrada Comunión, en alimento nuestro; el cual no cesa ni cesará nunca de obrar en nosotros y para nosotros, hasta que nos vea maduros para la entrada en su gloria y en su eterna bienaventuranza. Estos son los pensamientos que deben animarnos siempre. Esto es lo que la santa Iglesia quería conseguir de nosotros en este año.

“Suplicamos seáis llenados del conocimiento de la voluntad de Dios.” Si, a pesar de todos los afanes, de todas las amarguras, obstáculos, injusticias y fracasos de la vida, viviéremos plenamente del conocimiento de lo que Dios, de lo que Cristo es para nosotros, entonces seremos cristianos perfectos. Este conocimiento de la voluntad de Dios no es una tarea sencilla. Una contemplación así de Dios y de Cristo es hoy día una de las cosas más difíciles de conseguir. Todo en la vida quiere hacernos olvidar la parte que Dios y Cristo tienen en la obra de nuestra redención y de nuestra santificación. Para nosotros es inconcuso que nuestros esfuerzos y nuestras luchas merecen la primacía. La acción de Dios, de Cristo, en un mundo en donde tan mal nos va, nos parece muy remota e insignificante. Vivimos mucho con nosotros mismos y muy poco con Dios y con Cristo, con el Redentor. Por eso, somos incapaces de ver rectamente las cosas y la vida, no podemos conservar la alegría cristiana del vivir, la gozosa y triunfal confianza de un San Pablo: “Ni la muerte ni la vida, ni el presente ni el futuro, ni nada de lo criado podrá separarnos de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús” (Rom. 8, 38 sg.). Nosotros, en cambio, buscamos nuestra seguridad más en nosotros mismos que en Dios, que en Cristo, el cual se entregó a sí mismo por nosotros. Nos falta la consagración, la confianza, la triunfal convicción del verdadero cristiano. ¡Miramos primero a nosotros mismos, después, en segundo lugar, a Dios! ¿No debe ocupar Él siempre el primer puesto? ¡Ay, sí! ¡Pero nuestro secreto orgullo…! No en vano nos incita hoy la liturgia a dejarnos llenar, a dejarnos llenar completamente, “del conocimiento de la voluntad de Dios.” ¡Qué lejos estamos todavía de esto!

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