MIÉRCOLES DE LA VIGESIMATERCERA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
DE PROFUNDIS.
1. ¡Cómo se
esfuerza la sagrada liturgia de las últimas semanas del
año eclesiástico en inculcarnos el pensamiento del retorno a
la
patria, de la venida del Esposo! ¡Cómo se afana por sostener
y
acrecentar nuestra esperanza de tan dichoso momento! Nos
afirma en la
confianza de que “el Señor nos confirmará hasta el fin, hasta
el día
de la venida de Cristo” (18º Domingo después de
Pentecostés). Quiere
que nos preparemos para aparecer “puros y sin tacha el día
de Cristo”
(22º Domingo después de Pentecostés). Pone en nuestros
labios el
angustiado lamento de los desterrados, que añoran el
recuerdo de la
patria amada: “Al acordarnos de ti, Sión, nos sentamos junto
a los
ríos de Babilonia y comenzamos a llorar” (20º Domingo
después de
Pentecostés). Nos recuerda el día en que el Señor
reconstruirá a Sión,
la Iglesia, y se dejará ver en ella con toda su majestad
(16º Domingo
después de Pentecostés). Nos hace celebrar durante ocho días
largos la
Fiesta de Todos los Santos y nos hace vivir la dolorida
ansia del
cielo que devora a nuestros queridos muertos del purgatorio.
Suplica a
Dios nos liberte a nosotros de las cadenas de los pecados
(Oración) y
no nos deje expuestos a los peligros terrenos (Poscomunión).
Nos
aconseja apasionadamente: “Estad siempre firmes en el Señor”
(Epístola). Es que sabe muy bien lo fáciles y prontos que
somos para
abandonar a Cristo y para entregarnos de lleno a las cosas
temporales,
terrenas.
2. “Estad
siempre firmes en el Señor.” En virtud del santo Bautismo,
estamos incorporados a Cristo. Desde aquel momento, Cristo
prosigue su
vida en nosotros. Sus pensamientos y sus afectos no están
dedicados a
lo terreno, a lo sensible, a lo carnal. No se preocupa de
los honores
humanos, de las alegrías
y de los placeres terrenos. No se desvive
por nada de lo de este mundo, por nada de lo que pueda
desagradar al
Padre, por nada de lo que sea pecado. Todo su ser, toda su
vida se
encamina a cumplir en todo la voluntad del Padre. Siempre
tiene al
Padre ante sus ojos. Vive ya desde aquí, desde la tierra, la
vida
constante contemplación de Dios que habremos de vivir
también nosotros
en el cielo. Su conversación está, pues, en el cielo. Su
vida es una
perenne visión del Padre, una constante y amorosa sumisión a
todo lo
que ama el Padre, un incesante intercambio de amor y de
oración con el
Padre, un continuo: “Voy al Padre” (Joh. 16, 16). “Yo amo al
Padre”
(Joh. 14, 31). En el santo Bautismo nos incorporó consigo
para poder
prolongar en nosotros, para poder continuar viviendo en
nosotros su
vida. En la sagrada Comunión robustece y ahonda cada día más
esta
unión vital con nosotros, con la intención de poder
invadirnos y
animarnos cada vez más con su espíritu y con su fuerza, para
que, como
miembros suyos, podamos compartir y vivir perfectamente con
Él, con la
Cabeza, su misma vida. Según esto, cuanto más hondas raíces
echemos en
Él, cuanto más profundamente nos incorporemos a Él, más
perfectamente
viviremos en el cielo, nuestra conversación estará realmente
en el
cielo. Es decir, que viviremos una vida de alegre
desasimiento y
renuncia a las cosas terrenas, una vida libre de toda
preocupación
desordenada por el oro y las riquezas, una vida a la que no
le
importarán nada los honores y las consideraciones puramente
humanas.
Viviendo en Cristo, nos parecerán de ningún valor todas las
cosas de
este mundo. Nos ocurrirá lo que al Apóstol: después que
contempló la
gloria de Dios (2 Cor. 12, 1 sg.), se le convirtió en
“estiércol” todo
cuanto antes apreciaba y estimaba en mucho. Ahora está “en
Cristo”,
está invadido y penetrado por Cristo. Por eso, olvida todo
lo pasado,
todo lo terreno. Solo piensa, solo ambiciona lo que está
delante de
él, solo tiene ante los ojos el fin, la meta a que Dios le
ha llamado
por medio de Cristo Jesús (Phil. 3, 5 sg.). A él nos remite
hoy la
sagrada liturgia: “Tomadme a mí (al Apóstol) por modelo.”
“Muchos caminan como enemigos de la cruz de Cristo.” Estos
tales
renunciaron solemnemente un día a Satanás y a sus obras.
Dejaron
imprimir sobre su frente y sobre su pecho la señal de la
cruz, para
indicar que pertenecían, que se entregaban a Cristo, al
Crucificado.
Se dejaron bautizar e injertar en la vida, como sarmientos
de Cristo,
para poder vivir con Él su misma vida, una vida dedicada por
completo
a Dios, una vida pura, celestial, muerta para todos los
placeres y
gustos terrenos. Caro regenerati, caro crucifixi: “La carne
del
renacido (en el santo Bautismo) es carne de crucificado”
(San León
Magno). “Estoy crucificado con Cristo” (Gal. 2, 19). “Esté
lejos de mí
el gloriarme de otra cosa que no sea la cruz del Señor. Por
Él está el
mundo crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal. 6, 14).
Ahora, en
cambio, “caminan como enemigos de la cruz. Su corazón está
entregado
por completo a las cosas terrenas” (Epístola). Con profundo
dolor
lamenta el Apóstol, lo lamenta hoy la santa Iglesia del
Señor. “Desde
lo profundo clamo a Ti, Señor. Señor, escucha mi súplica.
Desde lo
profundo clamo a Ti, Señor, perdona los pecados de tu
pueblo.
Libértalo de las cadenas de los pecados” (Oración). Líbrale
del apego
a los viene y a los placeres terrenos. En el sacrificio de
la santa
Misa se acerca al Señor, con el archisinagogo, y le suplica:
“Señor,
mi hija acaba de expirar. Pero ven, pon tu mano sobre ella,
y
resucitará.” La Iglesia cree en esta afirmación del Señor:
“Yo abrigo
pensamientos de paz, no de perdición” (Introito). “Yo os lo
digo:
Pedid en vuestras oraciones todo cuanto queráis. Tened solo
fe en que
lo recibiréis, y se os concederá” (Comunión).
3. “¡Estad
siempre firmes en el Señor!” En la viva y alertada
convicción de nuestra incorporación a Él, a la Cabeza.
Tomemos muy en
serio la excelsa vocación que nos ha conferido nuestra
incorporación a
Cristo y vivamos con Él de veras su vida. Elevémonos por
encima de
todo lo temporal y terreno, por encima de nosotros mismos y
por encima
de los pensamientos, de los criterios, de las aspiraciones y
de los
actos puramente humanaos, naturales. Elevémonos, en fin, por
encima de
los móviles, de los fines y de las consideraciones puramente
naturales, humanas. Nuestra conversación debe estar en el
cielo.
¿No debiéramos estar ya totalmente invadido y penetrados por
Cristo,
después de haber recibido tantas gracias y después de tantos
años como
hace que llevamos en el estado sacerdotal, en el estado
religioso, en
la vida de piedad? ¿No debiera ser ya para nosotros lodo y
estiércol
todo cuanto estima, busca y ama el hombre puramente natural,
el hombre
mundano? ¡Qué vergüenza!
“Desde lo profundo (de mi apego a lo
terreno) clamo a Ti, Señor. Señor, escucha, mi oración.”
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