VIERNES DE LA VIGESIMATERCERA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


¡EN CASA!

1.    “Yo mismo os sacaré de vuestra cautividad.” El tiempo del destierro tiene su término. Nos espera la patria. Somos “conciudadanos de los santos y domésticos de Dios” (Eph. 2, 19). Somos hijos de Dios y, porque somos hijos, somos también “herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom. 8, 17), en la bienaventurada patria del cielo.

2.    “Él (Dios) habitará con ellos y ellos serán su pueblo. Dios estará entre ellos. Enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni gemidos, ni dolores, porque todo esto habrá terminado para siempre” (Apoc. 21, 3sg.). El tiempo de la cautividad, del destierro, habrá tocado a su fin. Nosotros estaremos ya en nuestra casa. “Allí no existirá el temor de la pobreza y de la enfermedad, no habrá preocupación ninguna por la subsistencia. Allí nadie será ofendido, nadie se encolerizará, nadie envidiará a los demás, nadie sentirá jamás el fuego de un mal deseo o el de una pasión desordenada. Allí nadie conocerá jamás la ambición, ni el deseo de dominación y de poder. El demonio y el infierno ya no inspirarán temor ninguno. Ya no habrá más muerte, ni del cuerpo ni del alma” (San Beda). Ha pasado ya el tiempo de las pruebas, de las luchas, del trabajo afanoso, del amargo sudor. Ha pasado ya el vía-crucis de la vida terrena, el día del destierro. Ahora hemos “penetrado en el gozo del Señor” (Matth. 25, 21), en la región de la luz, de la saciedad, de la dicha, de la felicidad perfecta. Podemos unirnos al “¡Santo, Santo, Santo!” que entonan lo serafines. Podemos asociarnos al coro de alabanzas de los redimidos. El océano de la presencia de Dios se desborda sobre nosotros. Nuestra alma se sumerge y se zambulle en la inmensidad, en el abismal mundo de la luz y del gozo divinos. Hemos alcanzado la herencia que habíamos perdido un día y que volvimos a recobrar por la pasión y muerte del Señor. “Ningún ojo vio, ningún oído oyó y ningún corazón humano presintió jamás lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor. 2, 9).
“Domésticos de Dios y conciudadanos de los Santos” (Eph. 2, 19). ¡En casa, en Dios! Dios mismo es nuestro cielo, nuestra herencia. “Habitaremos en Él y seremos, al mismo tiempo, morada de Dios” (San Agustín). “Le contemplaremos cara a cara, tal como es” (1 Joh. 3, 2; 1 Cor. 13, 12). Contemplaremos a Dios y, en Él, todo lo demás. Le amaremos, estaremos apegados a Él con toda la deliciosa beatitud del amor, le poseeremos y gozaremos con un amor que inundará de gozo, de inenarrable dicha todo nuestro ser. ¡Una vida de puro y santo gozo! Gozo de la belleza, que se nos ofrecerá sin deformidad y sin velo ninguno. Gozo de la verdad, que se nos descubrirá en toda su plenitud, en toda su claridad y profundidad. Gozo del bien, al que nos entregaremos con toda el alma, sin la zozobra de perderlo ni el peligro de cansarnos de él. Y todo esto –contemplación, amor y gozo- en un solo, en un ininterrumpido, en un eterno acto, que lo abrazará todo a la vez. Un eterno y beatífico “¡poseemos a Dios!” Sí, estamos en nuestra casa, en Dios. Y Él en nosotros. Con una intimidad, que nos ilumina, nos llena y nos sacia. Nosotros somos unos soles que brillan y reproducen la claridad del gran Sol que ha nacido en nosotros. Estamos en casa, en el corazón del Padre. Estamos en casa; vivimos en intimísima y eterna unión con el Esposo de nuestras almas, con nuestro Señor y Salvador. Poseemos y gozamos con Él su gloria, su felicidad, sus riquezas. “Nos embriagamos con la plenitud de su casa, bebemos en el torrente de sus delicias” (Ps. 35, 9). ¡Estamos en casa, en el corazón de la dulcísima Madre del Señor y Madre nuestra, en el corazón de la Reina de los Santos! Estamos en casa, con todos los bienaventurados del cielo, con todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo, con todos los puros, los fuertes, los nobles. Ellos no conocen la envidia ni el egoísmo: sólo conocen un santo amor, que se entrega a los demás, que goza y se alegra con todos. Somos todos, junto con ellos, “un solo corazón y una sola alma”, en el mismo amor de Dios y de Cristo. Estamos en casa, en posesión de todo cuanto se puede desear: en posesión de la verdad y de la ciencia, de la virtud y de la santidad, del honor y de la gracia ante Dios, ante los ángeles y ante los santos. ¡Estamos en posesión del amor de Dios, de Cristo, de María y de todos los buenos, nobles y puros! ¡Bienaventurada patria!

3.    “Tengamos siempre presente esto en nuestro espíritu. Deseemos poseerlo con toda nuestra fe. Aspiremos a ello con todo nuestro corazón. Esforcémonos por conseguirlo con constantes obras de caridad. En nuestra mano está el poder conseguirlo, pues el reino de los cielos padece violencia. El cielo no puede comprarse con un precio menor que contigo mismo, oh hombre. Vale lo que vales tú mismo. Entrégate tú, y lo poseerás” (San Beda).

“Los dolores de esta vida son nada, al lado de la futura gloria” (Rom. 8, 18). “Bienaventurados los pobres de espíritu; bienaventurados los que lloran; bienaventurados los mansos; bienaventurados los que han hambre y sed de justicia; bienaventurados los misericordiosos; bienaventurados los limpios de corazón. Bienaventurados vosotros, si os calumniaren y os persiguieren y os dijeren todo mal, por causa de mi nombre. Alegraos y regocijaos, pues vuestra recompensa será grande en el cielo” (Matth. 5, 1-12).

A nosotros se nos ha prometido: “Yo mismo os sacaré de vuestro cautiverio.” A nosotros, que, por el santo Bautismo, fuimos incorporados a Cristo y a su Iglesia. ¿Qué no deberán ser para nosotros la Iglesia, el sacramento del Bautismo y la Eucaristía? “El que coma de este pan, vivirá eternamente2 (Joh. 6, 58). ¡Qué pobres son los que no poseen la Iglesia, los que no poseen a Cristo, los que no están en Cristo! ¡Qué pobres son los que están bautizados y pertenecen a la Iglesia, sí, pero no viven como bautizados, como miembros de la Iglesia! ¡Los que “caminan como enemigos de la cruz de Cristo, cuyos corazones están apegados totalmente a lo terreno, cuyo Dios es el vientre”! (Epístola).

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