MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO


LA INMACULADA CONCEPCIÓN

1.    Desde el primer instante de su Concepción, fue preservada de toda mancha de pecado y de toda imperfección la Virgen Santísima. Dios tiene tal horror al pecado, que la primera gracia que otorgó a la que había elegido por Madre, fue substraerla en absoluto a la culpa original. Reconoce en este favor singular:
La sabiduría de Dios, que no consistió en la que había de ser su Madre la menor sombra de enemistad, ni que gimiese aun por brevísimo momento bajo el yugo de Satanás.
Su amor, que se complació en enriquecer el alma de María con los más preciados dones.
Su santidad, que se cierne sobre el tabernáculo del Verbo encarnado. Admírate de la fidelidad de María. Los ángeles se rebelaron, el hombre inocente cayó, sola ella perseveró de su libre albedrío en la gracia recibida con la práctica de la humildad, obediencia y amor a Dios.
Haz uso también tú de tu voluntad, como María, para preservarte de toda mancha de pecado actual, y sujétala siempre para que sumisa obedezca a la razón, a la fe y a la voluntad de Dios. Cuando hayas cometido alguna falta, no digas esto no es más que un pecado leve, donde tiene más parte la fragilidad que la malicia. Todo pecado debe ser aborrecido por un corazón que venera y ama a Jesucristo.
Procura enmendarte de los que cometes habitualmente, ya provengan de la viveza de genio, curiosidad, sensualidad, vanidad o impaciencia, y pide a María te conceda no volver a caer deliberadamente en ninguna falta, aunque sea ligera.

2.    Dios no preservó a María ni de las miserias temporales, ni de la muerte, efecto del pecado, del que ella estaba exenta. Así nos enseña, con el ejemplo de María su Madre, sujeta como nosotros a la pobreza, al trabajo y a la muerte, para que conozcamos que todas estas penas, no solo son castigo, sino también preservativo del pecado y origen de grandes méritos. Mira, pues, desde ahora la enfermedad, la pobreza y las aflicciones, como bienes sobrenaturales que Dios te envía. Aceptando las tribulaciones y adversidades de la vida con paciencia y espíritu humilde y resignado, como la Virgen Santísima, podremos llegar a alcanzar un grado de santidad que nos obtenga la protección y amor de Nuestra Señora.
¿Por qué hemos de desear ser en la tierra más dichosos que nuestra Madre? ¿Cómo nos olvidamos de que mientras dure la separación de Madre tan cariñosa, hasta que la veamos en el cielo, nuestra vida es destierro, donde necesariamente habitan las lágrimas y el dolor? Pidamos a María tener siempre fijas nuestras miradas en la dichosa mansión que nos está destinada.

3.    Otro privilegio especial de la Inmaculada Concepción de la Virgen fue el ser preservada de toda ignorancia. Desde el primer instante de su ser conoció a Dios y le amó perfectamente. No habiendo sido tú destinado a la eminente dignidad de María, no has recibido iguales gracias; pero Dios te invita como hijo suyo a conocerle, amarle y poseerle.
Por ventura, fiel a tan grande beneficio, ¿tu corazón amó a Dios desde que le conoció? Por la sagrada Comunión, nuestro Señor mora en cierto modo substancialmente en tu corazón a pesar de su miseria y pobreza, y por este don, uno de los más inefables y semejante al que María recibió, te honra casi al igual de su Madre. ¿Has reflexionado en esto alguno vez? La frecuente participación de la Eucaristía, pide de ti amor acendrado y vigilancia suma sobre ti mismo. Este solo pensamiento: comulgo a menudo, debe estimularte para trabajar por adquirir una perfecta pureza de alma.
Hagámonos participantes del espíritu al mismo tiempo que del cuerpo de Jesús formado de la sangre de María, y de este modo seremos menos indignos de acercarnos a tan augusto Sacramento.
Pidamos por la intercesión de la Inmaculada Madre de Dios la gracia de comulgar siempre con gran fervor de espíritu y limpieza de corazón.

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