MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO
LA
ENCARNACIÓN DEL VERBO.
1. “Y el Verbo se hizo carne” Al punto que
María dio su consentimiento al ángel, el Espíritu Santo formó en ella, y de su
propia sangre, la humanidad del Verbo, y el Hijo de Dios se hizo semejante a
nosotros. ¡Oh misterio digno de la adoración de los ángeles y de todas las
criaturas! ¡El Verbo, por una unión substancial de la divinidad con nuestra
carne, se hace hombre-Dios! Desde entonces Jesús, mediador entre su Padre y la
humanidad, viene a nosotros “lleno de gracia y de verdad”, como la fuente y
causa de la felicidad y gloria de nuestra naturaleza restaurada. Adoremos a
Jesús en el seno de María y digámosle con fe viva, como Santo Tomás. “Tú eres
mi Señor y mi Dios”, tan grande y poderoso en tu anonadamiento como en el
cielo, en el esplendor de tu majestad
2. “El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros.” Al unirse en la persona de Jesús la divinidad y humanidad, Dios fue
más glorificado en la tierra que lo había sido en el cielo por los ángeles.
Todos los pensamientos y movimientos de Jesús eran de un valor infinito. El
alma de Jesucristo hizo desde entonces una oblación perfecta de sí misma a
todos los eternos decretos de la vida y pasión del Mesías para la salvación del
mundo. En ese instante el Hombre Dios no tuvo otro deseo sino el de cumplir
perfectamente la voluntad de su Padre. Reflexiona que al encarnarse Jesús por
nosotros, todos sus actos, de una perfección infinita, nos pertenecen. Entonces
dijo lo que repitió la víspera de su Pasión: “Me santifico por ellos”, de donde
deduce el Apóstol que nosotros somos santificados en virtud de la oblación que
de su cuerpo hizo una vez. ¡Qué dicha la nuestra poder a cada instante dar a
Dios por Jesucristo homenajes que le son más agradables que todos los que
recibía antes de la Encarnación de millones de ángeles! Esta es la felicidad
que proporciona una fervorosa Comunión. Pero, en cambio, nada de cuanto hagamos
fuera de esta unión con Jesucristo nos será útil para nuestra salvación.
3. “Y habitó entre nosotros” Jesucristo
habita realmente en la tierra con nosotros. La Eucaristía, dice Santo Tomás, es
más que una memoria de la Encarnación: es su aumento y extensión.
La
Encarnación nos demuestra el inmenso amor de Dios para con nosotros, pero la
Eucaristía nos comunica al mismo Dios. En el primer misterio Dios nos da a su
Hijo; pero en el segundo, Jesús perpetúa los efectos de esta dádiva, por la
unión real con cada uno de nosotros.
La
Encarnación fue un misterio de soledad y silencio en el que el Hijo de Dios
concede a María admirable poder sobre su persona, sobre su amor, sobre sus
bienes infinitos, y la colma de alegría y gozo divino. ¡Con qué disposiciones
de recogimiento, de desprendimiento de las criaturas, debemos a ejemplo de
María, prepararnos para la sagrada Comunión!
Jesucristo
en el sagrario vive en profundo retiro, siempre pronto a darnos con su persona
sus gracias y su amor. Destruye todo obstáculo que te impida o se oponga a una
perfecta unión con Él… ¿Es posible que el mismo Dios habite sobre la tierra,
que los hombres no piensen en ello y pasen delante de su templo sin darle
gracias por permanecer en medio de ellos?
Regocíjate
de ser llamado tan a menudo para adorarle; exprésale tu reconocimiento porque
te convida a recibirle para tu santificación y para tu dicha aún en este mundo.
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