SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO
DE LAS
HUMILLACIONES DEL HIJO DE DIOS EN LA ENCARNACIÓN
1. Dice San Pablo: “El Verbo, siendo Dios,
se anonadó al tomar la forma de siervo.” Quiso padecer por nosotros desprecios,
tormentos y la muerte más ignominiosa, a fin de que, habiéndonos hecho conocer
la gravedad del pecado, por lo inmenso de la reparación, nos dejase al propio
tiempo ejemplo para animarnos y fortalecernos en nuestros sufrimientos.
Nuestro Señor no quiso tener en este
mundo otra suerte que la nuestra, y como la vida está sembrada de sufrimientos
y de penas, quiso que nadie las soportase mayores que las suyas. Por más
afligidos que nos encontremos, su Pasión nos muestra dolores mucho más
terribles. ¡Qué amor tan delicado presidió a esta determinación! ¡Cuánto merece
Jesús ser amado y servido!... No le amas suficientemente si te niegas a sufrir
con Él. Sobrelleva sin impaciencia ni quejas las pruebas que su Providencia te
envíe.
2. Habiendo resuelto el Verbo desde toda la
eternidad hacerse hombre, vio con mirada tranquila y firme este sacrificio tan
glorioso para su Padre y meritorio para el hombre. Aunque hubiera podido librarse
de la muerte y glorificar a Dios por otro medio cualquiera, eligió abrazarse
con la cruz, porque tú no podías evadirte de ella.
Tu destino en este mundo es el mismo que
el de Jesucristo; necesariamente tienes que sufrir y morir. La bienaventuranza
es tu fin, como fue el suyo, pero por el camino de la cruz.
Acepta todas tus aflicciones con gran
paz, como muestra del amor que Dios te tiene. No temas llevar estas señales,
que son, por el contrario, signo de predestinación para la gloria. Da gracias a
Nuestro Señor por haber querido participar de nuestros dolores y sufrimientos,
y considera que los mayores Santos en el cielo son los que han sido más
conformes con Jesucristo, pobre, humillado y crucificado.
3. Los asombrosos anonadamientos del Verbo
en la Encarnación desaparecen ante el de Jesucristo en la Eucaristía. El primer
misterio se explica de algún modo por la alteza del fin que se proponía; esto
es: reparar la gloria de su Padre y rehabilitar a todo el género humano; pero
en los incomprensibles anonadamientos del segundo, parece no se propuso más que
la felicidad de un pequeño número, puesto que todos los que vivieron antes de
la Encarnación ignoraron la institución de la Eucaristía. Al aceptar Jesús tal
humillación, pensaba en ti, te escogía para amarle, para que le recibieses en
la sagrada Comunión y para unirte a su vida sacramental.
Al
mirar al tabernáculo, con cuánta razón puedes exclamar: “¡Dios me ha amado con
un amor eterno!...
En
presencia de la cruz, sabes que el Verbo prefirió tus intereses a los suyos;
pero después de comulgar, Jesucristo te prueba que te ha preferido a sí mismo.
Considera,
alma mía, qué exige de ti tanto amor, tanto sacrificio, y sé generosa para con
Dios. Repite a menudo con San Agustín: “Señor, cortad, quemad, tratadme en este
mundo con el fuego y el hierro, pero perdonadme en la eternidad.”
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