SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO
CONTINÚA
LA VISITA DE LA VIRGEN SANTÍSIMA A SANTA ISABEL
1. “Cuando Isabel oyó la salutación de María,
el niño saltó de gozo en su seno y fue llena del Espíritu Santo.” La presencia
de Nuestro Señor, escondido en el seno de la Virgen Santísima, obra estos
maravillosos efectos. Así como lo había anunciado a Zacarías, Jesús santifica
el alma de su Precursor, ilumina su inteligencia para que le conozca e inunda a
su madre de una celestial alegría.
Estas gracias tan extraordinarias
que acompañaron la visita de Jesús y se operaron a la voz de María, nos
demuestran las que podemos recibir en la sagrada Comunión. Recurramos a la
Virgen Santísima antes de acercarnos a su divino Hijo. Pidámosla que interceda
a favor nuestro, y que ella misma prepare nuestro corazón para recibir a
Jesucristo.
2. Entonces exclamó Isabel: “¿De dónde a mí
que la Madre de mi Señor venga a visitarme?” Estudia estas palabras inspiradas
por el Espíritu Santo: con la divina luz, Isabel se olvida de tener sobre su
parienta la primacía de la edad y del rango sacerdotal de su esposo, y exalta
la dignidad de que Dios ha revestido a María y la confirma en sus sentimientos
de gratitud, añadiendo: “Eres bienaventurada en haber creído, porque todo lo
que ha sido dicho de parte del Señor se cumplirá.” Todas las veces que te
acercas a la sagrada mesa, considera de una parte la grandeza del Dios que
recibes y de la otra tu bajeza, a fin de que comprendas que este favor te viene
solo de la bondad divina. No te acerques al mundo sino para llevarle a Dios y a
la virtud. Que en tu porte se manifieste la humildad y dulzura del espíritu de
Jesucristo. Alaba a Dios por las gracias que otorga a los demás; y procura que
éstos se confirmen en la fe y en el amor que deben a Dios. No te propongas en
tus relaciones con el mundo más que intenciones puras, y que sean dignas de
atraer al Espíritu Santo a tu corazón.
3. En el misterio de la Visitación, el
Salvador comienza a manifestarse al mundo. Si una sola visita de María,
llevando en su seno a Jesús, santificó a Juan Bautista, ¿cómo tantas visitas
interiores de Nuestro Señor como reciben nuestras almas por la Comunión nos
aprovechan tan poco? Cuando comulgamos, Jesús hace por nosotros más que hizo
por su Precursor, ¿de dónde proviene que no nos santifica, sino de que, en vez
de encontrar en nosotros la sencillez y el entregamiento de un niño, no halla sino
un espíritu orgulloso, no dócil? Al tomar posesión de nuestro corazón, Jesús
querría inspirarnos un ardor semejante al de María, para que se lo
comunicásemos a los demás… Si después de la Comunión no sientes arder en ti el
fuego del amor divino que te lleva a practicar la humildad y la caridad,
examina si alguna disposición defectuosa no altera en ti los efectos de este
adorable Sacramento y hazla desaparecer al punto.
No
olvides que fue en este día cuando María comenzó a ser honrada y altamente
reconocidas sus prerrogativas. Trabaja cuanto puedas para extender su culto
entre los que dependan de ti. Pide una acendrada devoción a la Virgen
Santísima.
En
presencia de la cruz, sabes que el Verbo prefirió tus intereses a los suyos;
pero después de comulgar, Jesucristo te prueba que te ha preferido a sí mismo.
Considera,
alma mía, qué exige de ti tanto amor, tanto sacrificio, y sé generosa para con
Dios. Repite a menudo con San Agustín: “Señor, cortad, quemad, tratadme en este
mundo con el fuego y el hierro, pero perdonadme en la eternidad.”
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