CIEN AÑOS DE MODERNISMO (10)

3. La Sagrada Escritura es infalible 

Después de aceptar la fe y recibir el bautismo de manos de san Ambrosio, san Agustín pudo dedicarse con toda tranquilidad al estudio de su nueva religión. Consagrará a ello toda su vida. Vuelve a tomar en sus manos y medita entonces la Palabra de Dios. En su época, son raros los espíritus críticos que niegan que Dios pueda revelarse y manifestarse a través del lenguaje humano, por imperfecto que sea. Son pocos los escépticos que consideran las profecías de la Sagrada Escritura como experiencias personales, embellecidas por la fe y emotividad pasional del profeta. A éstos hubiera podido responder el santo obispo con las palabras de san Pablo: «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla?» (1). Si Dios habla, no es para nada. Y, como la Revelación pública tiene una utilidad común, la Providencia divina debe protegerla de cualquier error, pues de su aceptación o de su rechazo depende la salvación o la condenación eterna. Y si Dios ha hablado, ¿quién no ve que hay que creer de todo corazón en la autoridad de Dios, pues no puede ni engañarse ni engañarnos? El santo dice, al comentar los salmos: «¿Qué quiere decir que “la palabra del Señor es justa”? Que Él no te engaña. Tampoco lo engañes tú a Él, o más bien no te engañes a ti mismo. ¿Puede engañar Aquel que todo lo sabe?» (2). «No es una pequeña parte de la ciencia el estar unido al sabio. Él tiene ojos para conocer, tú tienes ojos para creer. Lo que Dios ve, créelo tú» (3). Ésta es la razón por la que el santo obispo va a sostener, contra viento y marea, la inerrancia bíblica, o sea la infalibilidad absoluta de la Sagrada Escritura. Para él, la Sagrada Escritura no es sólo la obra de Dios, sino que es el mismo Verbo encarnado. A menudo vuelve a tocar este tema de la autoridad escrituraria: 

«De esa ciudad a la que vamos nos han llegado varias cartas que nos exhortan a vivir adecuadamente. Jesús habló por boca de los profetas y guió la pluma de los Apóstoles; los escritos de los Apóstoles son los escritos del mismo Jesucristo. “Oh, hombre: lo que declaran mis Escrituras, soy Yo quien lo dice”. La fe será indecisa si la autoridad de la Escritura es vacilante. Nadie duda de la verdad de las Escrituras, salvo el infiel y el impío. Si te parece haber encontrado un error en el texto, es porque o la copia ha sido mal hecha, o el traductor se ha equivocado, o no lo has comprendido. En las Escrituras aprendemos quién es Cristo, aprendemos qué es la Iglesia» (4). 

Para san Agustín, la Sagrada Escritura habla de Jesucristo; es Jesucristo quien habla en ella; ella es Jesucristo. ¿Cómo se entiende la relación entre la Sagrada Escritura y la Iglesia? Ambas tienen entre sí una función complementaria, porque contribuyen a enseñar la Revelación perfecta de Dios a los hombres. Esa Revelación divina, el depósito de la fe, contiene todo lo que Dios nos ha dado hasta la llegada de Jesucristo, en forma oral o escrita. Es doble, porque abarca la Tradición apostólica y la Sagrada Escritura, o, dicho más llanamente, el catecismo y la Biblia. Las dos fuentes están unidas pero subordinadas. La Sagrada Escritura ocupa el segundo lugar, no sólo porque sale a luz bastante después de la predicación apostólica, sino también porque es incompleta: dista mucho de describir todo lo que Jesús ha dicho y hecho (5). Sólo después de comprobar la divinidad de la Iglesia, se aplica el catecúmeno a la Revelación propiamente dicha. Según san Agustín, el Evangelio, solo, está como suspendido en el aire y privado de fundamento. Únicamente puede convertirse en regla de fe bajo la autoridad divinamente establecida de la Iglesia. 

«De la Iglesia hemos recibido las Escrituras. Es ella la que funda su autoridad y su enseñanza. La Iglesia es la guía que debemos seguir en la interpretación del Evangelio y de la Tradición. Si te encontraras con alguien que aún no cree en el Evangelio, ¿qué responderías cuando te dijera: “No creo”? Personalmente, yo no creería en el Evangelio si no me obligara a ello la autoridad de la Iglesia católica» (6). 
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El estudio de la vida y de la conversión de san Agustín nos manifiesta el itinerario natural del espíritu para demostrar la verdad de la Revelación en su integridad. De los efectos actualmente visibles se llega a las causas. Si hoy existe una sociedad religiosa que ha dominado al mundo milagrosamente a pesar de terribles persecuciones sangrientas, y ha santificado milagrosamente a una sociedad decadente, es porque está marcada con el sello de Dios, tanto ella como su Fundador. Y, puesto que existe realmente, su Fundador también existió realmente. Si, además, contamos con escritos contemporáneos de la vida, milagros y palabras de este Fundador, será muy fructífero verificar si esta vida y doctrina sublimes son dignas de Dios y capaces de ennoblecer al hombre. Si se puede confrontar la vida de este Fundador con los antiguos escritos mesiánicos que supuestamente ha cumplido, tenemos un motivo adicional para creer en esta religión. De esas investigaciones se deduce que Dios se ha revelado a los hombres, y esta Revelación es tan real como la Iglesia católica. Para san Agustín, y para todo cristiano digno de ese nombre, la evidencia del hecho histórico de la Revelación de Dios es el fundamento de toda la fe cristiana. Ahora bien, este carácter histórico de la Revelación divina es precisamente el escollo contra el cual tropezarán todos los modernistas. Inventarán mil argucias para desvincular al Evangelio y a la Iglesia de su Fundador, a los efectos de su causa. Las soluciones artificiales de los racionalistas sólo logran resaltar más sus prejuicios filosóficos, y sirven, en cambio, para reforzar nuestra fe en Jesucristo nuestro Salvador.

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1 1 Cor 14: 8. 
2 In Psalmo 32, sermón 
3, ML 36, col. 284. 
4 Frases extraídas, respectivamente, de las siguientes obras: In Psalmo 90, 2, 1, ML 37, col. 1159; De Doctr. christ. 2, 6; De Doctr. christ. 37, ML 34, col. 35; De Gen. ad litt.; Contra Faustum 11, 4, ML 42, col. 249; Confesiones 13, 28, ML 32, col. 864; Epístola 105, 3, 14, ML 33, col. 401. 
5 Jn 21: 25. 
6 De Gen. ad litt. 1, Ep. Man. 5, 6, ML 42, col. 176.

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