CIEN AÑOS DE MODERNISMO (9)

2. La Iglesia fue fundada por Jesucristo 

Al frecuentar la Iglesia católica y sus obispos, el retórico se halla en condiciones de conocer a Jesús, su Fundador. A través de la Iglesia, Agustín tiene acceso a otro monumento histórico de esta Revelación divina, preservado desde hace cuatro siglos: el testimonio escrito de las profecías mesiánicas y de la vida y doctrina de Jesús. Ya antes de abrazar la fe había tenido oportunidad de estudiar el Antiguo y Nuevo Testamento como simples documentos históricos. El Antiguo Testamento sirve de punto de apoyo al Nuevo, puesto que lo prepara y predice. Por esta razón san Agustín podrá decir que los judíos de la diáspora, fanáticamente opuestos al cristianismo, son de hecho sus mejores testigos, puesto que suministran todas las garantías posibles de la verdad de las profecías pasadas. Así que a un hombre de buena fe, libre de prejuicios, le basta confrontar la historia de Jesús con las profecías mesiánicas, para ver lo bien fundado de la fe cristiana y reconocer en Jesús al Mesías esperado. 
Ahora bien, esta historia de Jesús nos la relatan los Evangelios, que se presentan como reportajes históricos de la manifestación de Dios a los hombres: 

«Lo que era al comienzo, lo que hemos oído y visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y que nuestras manos han palpado del Verbo de Vida, porque la Vida se ha manifestado y la hemos visto» (1)

Repugna a los Evangelios ser tratados como productos de la imaginación fértil de poetas semíticos, como pretenden todos los modernistas imbuidos del virus idealista. San Agustín tuvo contacto con las elucubraciones caprichosas de los maniqueos. Es indudable, pues, que sabe distinguir entre un cuento de hadas y la Revelación divina. Hombre de vasta cultura, sabe que, entre todos los escritos antiguos, los Evangelios son los mejor conservados. Comprende naturalmente que esos escritos, que se presentan como reportajes históricos, son eso y no otra cosa. Ahora bien, ¿qué nos revelan? Los evangelistas cuentan la historia de un hombre que vivió entre ellos durante tres años, que hizo milagros con profusión y cumplió todas las profecías mesiánicas, que murió crucificado y resucitó al tercer día. Esos evangelistas, hombres de vida al aire libre y acostumbrados al trabajo duro, eran poco propensos a las alucinaciones. Por otra parte, si los milagros hubieran sido leyendas, fácil les habría sido a sus enemigos negarlos en vida suya; y, sin embargo, se cuidaron mucho de hacerlo. Además, ¿cómo podríamos acusar a esos escritores de engañar a sus lectores a sabiendas, cuando no dudaron en sellar su testimonio con su propia sangre? Si hay testigos dignos de fe, son desde luego los que no temen morir como mártires de la verdad histórica que proclaman. Poco a poco, el joven profesor de retórica, peleando aún con sus propias dudas, empieza a amar y reconocer mejor en la persona de Jesucristo al taumaturgo que cura a enfermos y leprosos, al gran profeta de los acontecimientos futuros que se produjeron efectivamente, como la destrucción de Jerusalén en el año 70. Sobre todo ve en Él al Mesías anunciado desde hacía cuatro mil años. Los milagros y las profecías serán siempre las pruebas mejores y más objetivas de que el dedo de Dios está ahí. Agustín había encontrado el camino de la salvación, pero su orgullo seguía poniendo obstáculos a la verdad revelada. Veía que debía creer, pero aún le faltaba quererlo. No era lo bastante humilde para concebir que el humilde Jesús fuese su Dios, y no había comprendido la lección de su debilidad humana (2)
Por fin, en septiembre del año 386, comprende el profundo misterio de la encarnación. Recibe la gracia de la conversión cuando comprende que Cristo, el Dios encarnado, manso y humilde de corazón, es el único camino de la salvación. Todas sus luchas e indecisiones de corazón se curan de golpe cuando, bajo la repentina inspiración de la voz de un niño que le sugiere que abra las Escrituras, lee el pasaje de san Pablo sobre la continencia (3). Su amor y su humilde sumisión a Jesucristo habían vencido su orgullo y sus pasiones. Agustín, al igual que Saulo en el camino de Damasco, se convierte definitivamente a Jesús, su Salvador. Como Saulo, el catecúmeno predica a partir de entonces a Jesucristo, gloriándose de no conocer sino a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Como san Pablo, todo lo cifra en Nuestro Señor. «Si Jesucristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (4). Para ambos, el fundamento de toda la vida es su fe, y el fundamento de toda su fe es la Revelación histórica de Dios en la persona de Jesucristo. 

Más tarde, el itinerario de su propia conversión le sirvió de modelo para sus oyentes. Los lleva por el mismo camino que a él lo había conducido a la Revelación histórica de Jesucristo. Los incrédulos niegan que Dios haya hablado, pero esto es poco razonable, puesto que no pueden explicar la existencia de la Iglesia o de los documentos históricos que forman el Antiguo y Nuevo Testamento. La primera lección que hay que dar a los catecúmenos se refiere a los hechos evangélicos entendidos como la historia de la salvación, y no como una teoría ideal e imaginaria, que es como la entendían sus viejos amigos neoplatónicos. Por eso escribe al diácono Deogratias que a los neófitos hay que explicarles la historia real de la buena nueva de Jesús, como la explicó Felipe sentado en el carro del ministro de la reina Candace, o sea, interpretando las profecías y explicando cómo se han cumplido. Todo, desde la creación hasta nuestros días, se centra en Jesucristo y en la Iglesia, y en ellos encuentra su perfección. En suma, la conversión y las obras del obispo de Hipona están fundadas en la evidencia de la Revelación, en el hecho de que Dios ha hablado a los hombres.   (Continúa)
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1 1 Jn 1: 1.
2 Confesiones, VII, 18.
3 Rom 13: 13-14. 
4 1 Cor 15: 17. 

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