JUEVES DE LA 3ª SEMANA DESPUÉS DE EPIFANÍA


PRIMERA VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS AL APOSTOLADO

1.    “Habiendo descendido Jesús de la montaña, le seguía una gran multitud de gente. Acercándose entonces a Él un leproso y arrojándose a sus pies, le dijo: ‘Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.’ Jesús extendió hacia él su mano  y le tocó, diciendo: ‘quiero; sé limpio’” (Evangelio). He aquí una manifestación, una Epifanía de la bondad del Señor y de su imperio sobre las enfermedades.

2.    “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.” La lepra mancha, desfigura. Los maestros de la vida espiritual la consideran como un acabado modelo del vicio de la lujuria, el cual corroe, envilece, desfigura y devasta el cuerpo y el alma, como no lo hace ningún otro vicio. En lo hondo de nuestra naturaleza yace una terrible pasión, parecida a la locura, un bestial apetito, de un poder tiránico, que nos impulsa a los pecados de impureza. Es un fuego devorador, que no se sacia fuera, para aniquilar también las almas de los demás. Y ¡cómo martiriza esta cruel pasión al pobre desgraciado que ha caído en sus garras! Le roba todo cuanto tiene y le convierte en una pura piltrafa. Para que el reino de Dios pueda establecerse en un alma, la primera condición que se requiere es que esa alma sea pura. “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.” “Quiero; sé limpio.” Jesús nos quiere limpios, puros, castos en pensamientos, en imaginaciones, en deseos y en obras. ¿Cómo podría ser de otra manera, después de saber que hemos sido injertados en Él mediante el santo Bautismo? Somos, lo mismo en cuanto al alma que en cuanto al cuerpo, sarmientos suyos, miembros de Cristo, de la Cabeza, estamos incorporados a su misma vida. También el cuerpo pertenece a Cristo, está subordinado a la Cabeza, que es Cristo, vive por ella. Por consiguiente, debe apartarse de toda impureza en deseos, en movimientos y en obras. La lucha será larga y penosa, pero no importa: a nuestro lado está Cristo, el Fuerte, el Puro. Vive dentro de nosotros mismos. “Quiero; sé limpio.” Quiero darte virtud y gracia, para que puedas ser puro.
“Bienaventurados los limpios de corazón” (Mt. 5, 8). Más que la pureza del cuerpo, lo que el Señor desea de nosotros es, sobre todo, una perfecta pureza de corazón. Esta pureza no admite ningún apego al pecado. Lo odia siempre. Evita celosamente toda falta voluntaria. Jamás pacta con el enemigo. Al contrario, lo persigue encarnizadamente, hasta en su escondrijo más recóndito. Abraza decididamente, con voluntad de acero, el estrecho camino que conduce a la vida. Está pronta a dejarse purificar por Dios, de todo deseo y de todo movimiento impuro, mediante el fuego del dolor y de las purgaciones del espíritu. Hace todo lo posible por limpiar el alma, por destruir el poder de la sensualidad, del amor propio, de la soberbia, de la propia estima, para poder convertirse de este modo en un claro y bruñido espejo, en el cual pueda retratarse la destellante belleza de Dios. La pureza de corazón es fruto de un continuo sacrificio de una austera mortificación interior y exterior. Pero, sobre todo es fruto de la gracia divina. “Bienaventurados los limpios de corazón.” Bienaventurados los que se elevan hasta Dios, por medio de un absoluto desprecio de todo lo humano y terreno.
3.    “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.” “El Señor edifica de nuevo a Sión (al alma cristiana): aquí se dejará ver en toda su majestad” (Gradual). El Señor es el gran amador de la pureza. Quiere que nuestra vida sea una prolongación, una reproducción de la suya. Toda su ambición, todo su empeño está cifrado en que sus miembros sean, lo mismo que Él, la Cabeza, una constante Epifanía, un deslumbrante espejo de pureza. “Vosotros sois luz en el Señor: caminad, pues, como hijos de la luz” (Ef. 5, 8). Supliquemos con toda el alma, por nosotros y por todos puedes limpiarme.” ¡Haznos puros! ¡Límpianos!
No existe otra vida que pueda saciar todos los anhelos del hombre más que la vida en el mismo Corazón de Dios, más que la vida, el goce y el amor de Dios en compañía de todos los Santos y Bienaventurados del cielo. Necesitamos convertirnos en un vaso y desbordante de vida divina, colmado de la gloriosa y beatificante claridad de Dios. Sí; este vaso será inundado un día de la gloria divina, será sumergido en el luminoso éxtasis de la pureza y de la magnificencia de Dios, constituirá el embeleso de Dios y de todo el cielo. Pero, ¿cómo va a consentir Dios que se acerque a Él nada que no esté absolutamente limpio? De aquí la necesidad de ser castos. El que quiera aproximarse a Dios, tendrá que estar limpio, lo mismo que Dios. Acercamiento a Dios y pureza divina son cosas inseparables.
Cuando asistamos hoy a la santa Misa, repitamos con nuestros labios la magnífica súplica del leproso: “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.” El Señor viene a nosotros, en la santa Misa, para darnos la pureza, para limpiarnos, para revestirnos de la casta albura de su vida. En la sagrada Comunión penetra en nuestra propia carne y la toca con su santísima Carne, florecida de luciente pureza. Toca también nuestra alma con su alma purísima, y nos dice: “Quiero; sé limpio.” Por eso, cantamos alegres y confiados. “La diestra del Señor ejerció su poder, la diestra del Señor me ha exaltado. Ya no moriré. Viviré y contaré a todos los maravillosos hechos del Señor” (Ofertorio).

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