SÁBADO DE LA 3ª SEMANA DESPUÉS DE EPIFANÍA
“SEÑOR, YO NO SOY DIGNO”
1.
Volvamos
hoy nuestra vista, llenos de admiración, hacia el centurión romano. Se acerca
al Salvador y le expone la angustiosa situación de su criado enfermo. El Señor
le dice: “Iré le curaré.” Pero el centurión se cree indigno de tanta honra:
“Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi morada. Di tan solo una palabra,
y mi sirviente quedará curado.” La liturgia ha escogido estas humildes palabras
para el momento de la sagrada Comunión.
2. “Señor,
yo no soy digno.” Cuando
el Señor quiere habitar en un alma, la purifica primero de todo pecado. La
única que estuvo siempre dignamente preparada para recibirle fue la Inmaculada,
concebida, por un singularísimo privilegio, inmune de todo contacto con el
pecado original. Con la gracia de la inmaculada concepción se la concedió,
además, la plenitud de todas las gracias y virtudes sobrenaturales. Por ello,
poseía una tal estabilidad en la gracia, que en toda su vida era imposible la
existencia de la más leve imperfección, de la más insignificante infidelidad.
En María no podía existir ni un pensamiento impuro, ni un movimiento
desordenado, ni una palabra imperfecta o menos perfecta. No podía existir ni un
deseo, ni una acción que no fuera absolutamente perfecta. No podía existir ni
un impulso, ni una intención que no estuviera totalmente dedicada a Dios. No
podía existir ni el más pequeño resquicio por donde se colaran el egoísmo, el
amor propio y la vanidad. No podía existir ni una oración, ni un dolor, ni un
trabajo que no fuera totalmente agradable a Dios. Nosotros no podemos
imaginarnos siquiera una pureza y una santidad tan excelsas. ¡Tan limpia e
inmaculada quiso el Señor a la que había escogido para establecer en ella su
morada! ¡Con qué solicitud cuidó de ella desde su más tierna edad y durante los
años de su permanencia en el Templo de Jerusalén y, más tarde, en Nazaret!
Verdaderamente, María era una morada digna del Señor. En la sagrada Comunión
nosotros esperamos y saludamos al mismo Señor y Salvador que habitó en la
Virgen. No viene a tomar de nosotros su naturaleza humana, como lo hizo en el
seno de María, pero sí es el mismo Dios y Señor, santo y grande, el que viene.
Merece que la morada que le ofrecemos no sea menos pura y bella que la que le
ofreció María. Merece que nuestra alma no sea un santuario menos digno que el
del alma de María. De hecho, sin embargo, ¡qué lejos estamos de la pureza y de
la santidad de la Virgen de Nazaret! ¡Cuánto motivo tenemos para reconocer y
confesar con el centurión romano: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi
pobre morada”! ¡Cuánta impureza existe todavía en nuestros pensamientos, en
nuestros deseos, en nuestros sentimientos! ¡Cuánta infidelidad a la gracia!
¡Qué pocos bienes poseemos capaces de agradar enteramente al Señor! ¡Cuántos
impulsos, cuántos pensamientos impuros pululan todavía en nuestro interior!
¡Cuánta indignidad, frente a la pureza y a la santidad sumas del Señor que
quiere hospedarse en nuestra alma! Reflexionemos seriamente sobre todo esto.
“Di tan solo una palabra, y mi alma
será salva.” Al
contemplar nuestra profunda miseria e indignidad, levantemos la vista al Señor.
Creamos en su amor. Confiemos en su bondad y en su infinito poder. “Ten misericordia
de mí, oh Dios mío, por tu amor, y perdona, con tu mucha bondad, mis
iniquidades. Lávame de mis pecados y límpiame de mis crímenes” (Ps. 50, 3).
Como última preparación, para la llegada del divino Huésped, reconozcamos,
humildes y arrepentidos, nuestros pecados y digamos con el Confiteor: “por mi culpa, por mi culpa por mi grandísima culpa”.
Volvámonos después a María, a la celestial Madre, a los príncipes de los
Apóstoles – San Pedro y San Pablo – y a toda la triunfante Iglesia del cielo,
para que ellos nos socorran y nos alcancen de Dios el perdón. Interpongamos
también a favor nuestro al sacerdote, al representante de Dios aquí en la
tierra. Después de todo esto, la Iglesia nos ofrecerá la seguridad de que
nuestros delitos y pecados han sido perdonados. Ante los insistentes y apremiantes
ruegos de la Iglesia del cielo y de la tierra, el Señor pronunciará complacido
su salvadora palabra, y nuestra alma quedará curada. Ahora ya podrá abrir
jubilosamente sus puertas, para que penetre por ellas el Señor de la gloria. “Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat
animam tuam in vitam aeternam, Amen. – El cuerpo de Nuestro Señor
Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna. Amén.” Tan grande son el poder y
el amor de Jesús, que Él mismo se digna preparar nuestra lama para morada suya,
como lo hizo en otro tiempo con su virginal Madre. Cuanto más dignamente le
recibamos, más copiosas gracias derramará sobre nuestra alma. A eso viene a
ella. Para eso, precisamente, pronuncia su palabra de perdón, esa palabra
divina que purifica y santifica al alma, que la hace tan bella y luminosa, que
el mismo Señor siente verdaderas ansias de establecer en ella su permanente
morada.
3. “Señor, yo no soy digno.” Tengamos a
Él la misma confianza que el centurión del Evangelio. Cuando Jesús oyó sus palabras,
volviéndose hacia la multitud, exclamó: “Verdaderamente, jamás he encontrado en
todo Israel, una fe parecida.” El Señor recompensó en seguida esta admirable
fe, esta confianza sin límites. “Vete – le dijo al centurión -, hágase conforme
has creído.” Y el enfermo quedó curado en aquel mismo instante (Evangelio).
“Señor, yo no
soy digno.” Es muy conveniente y hasta necesario que nos humillemos de nuestra
indignidad, cuando nos disponemos a recibir la sagrada Comunión. Este sincero
sentimiento de nuestra indignidad debiera desalentarnos, si no estuviéramos convencidos,
al mismo tiempo, de que Jesucristo tiene su complacencia en todas las almas que
le buscan con corazón amante.
La mejor
preparación próxima para la sagrada Comunión consiste en poseer una fe y una confianza
parecidas a las del centurión del Evangelio de hoy. Consiste en poseer una fe
sencilla y candorosa, que nos haga ver en el sacramento de la santa Eucaristía
la verdadera fuente de toda gracia, la plenitud de toda salud y de toda fuerza
sobrenaturales. En la santa Eucaristía está presente el Señor, para darse a
nosotros con todos cuantos bienes Él posee. Por la sagrada Comunión penetra Él
mismo dentro de nuestra alma, para obrar en ella los inefables prodigios de su
amor. Pensemos, pues, al acercarnos a la sagrada Mesa, no tanto en nuestra
propia miseria e indignidad, cuanto en el poder y en el desinteresado amor del
divino Huésped que quiere aposentarse en nuestra alma. Abrámosle las puertas de
nuestro corazón con una fe ciega y absoluta en su bondad, en su amor, en su
inagotable generosidad. Este sencillo acto de fe será la mejor preparación para
su venida a nuestra alma. Él solo vale más y encierra en sí todos cuantos
ejercicios piadosos quisiéramos practicar con este mismo fin. “Di tan solo una
palabra, y mi alma será salva.”
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