VIERNES DE LA 3ª SEMANA DESPUÉS DE EPIFANÍA


CON CORAZÓN PURO

1.    Detengámonos todavía hoy en el episodio del leproso, que nos relata el Evangelio. Vamos a celebrar la santa Misa y nos preparamos para recibir la sagrada Comunión. Ahora bien: la primera, la esencial condición, para poder acercarse a la sagrada Mesa, consiste en estar completamente limpio. – “Quiero; sé limpio.”

2.    “¿Quién podrá subir a la montaña del Señor? ¿Quién podrá penetrar en su Lugar Santo (en el Templo)? El que tenga sus manos inocentes y puro su corazón. Él que no emplee su vida en cosas vanas (malas, inútiles), ni jure en falso contra su prójimo. Él que obre así, será bendecido por el Señor y recibirá misericordia de su Dios y Salvador” (Sal. 23, 34). Si se requería todo esto para poder entrar simplemente en el Templo de Jerusalén, ¡cuánto más no se necesitará para poder celebrar el santo sacrificio de la Misa y para poder recibir la sagrada Comunión! El fruto, que uno y otra producirán en nuestra alma, dependerá del mayor o menor grado de pureza con que nos acerquemos al altar y nos sentemos a la sagrada Mesa. Aunque a nosotros nos parezca lo contrario, nunca estaremos bastante limpios para realizar estas dos funciones. Siempre habrá en nosotros alguna falta, algún mal hábito, alguna inclinación desordenada. Siempre encontraremos vivo nuestro amor propio, este gran enemigo del dios puro y del amor al prójimo. Siempre habrá en nosotros pensamientos puramente humanos, naturales, terrenos, carnales. Siempre estará pronto a levantar la cabeza nuestro yo, para constituirse en único móvil de nuestros deseos y de nuestros actos. En nuestros trabajos y en nuestras ocupaciones habituales estamos continuamente expuestos a buscarnos únicamente a nosotros mismos, a satisfacer nuestro propio gusto, nuestra inclinación, nuestra vanidad, nuestra ambición. El primer puesto lo ocupamos siempre nosotros, nunca se lo damos a Dios ni a Jesús. Nuestro Salvador. Aunque no vivamos habitualmente en pecados veniales deliberados, sin embargo permitimos que nuestra alma permanezca casi continuamente envuelta, por decirlo así, en una atmósfera de desorden, de imperfección, de suficiencia espiritual. ¿Qué tiene, pues, de extraño que la santa Misa y la sagrada Comunión no produzcan en nosotros todos sus efectos? “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme” Pidámosle, pues, cuando aparezca hoy sobre el altar, en el santo sacrificio, que nos conceda la gracia de una perfecta pureza. “Crea en mi, oh Dios, un corazón puro y renueva hasta lo más profundo mi espíritu” (Sal. 50, 12).
“El que tenga sus manos impecables y puro su corazón.” Él que se acerque frecuentemente, o todos los días, a la sagrada Comunión, debe poseer una pureza particular. El acercarse a un sacramento es siempre un acto de gran importancia; es una acción santa. Ahora bien: no hay sacramento más sublime ni más santo que el sacramento del cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que la sagrada Comunión. La santa Eucaristía es el medio más fructífero y poderoso para conseguir la gracia y la santidad. “Un alma bien dispuesta alcanza en unas sola Comunión incomparablemente más devoción y más provecho espiritual que el que alcanzaron todos los Santos juntos con todas sus visiones y revelaciones” (Lallemant). Solo se requiere que el alma esté bien preparada, que esté amplia y profundamente dispuesta. La Iglesia exige, para la frecuente y diaria Comunión, el estado de gracia y una intención recta. Si nos acercáramos habitualmente a la sagrada Mesa impulsados únicamente por nuestra vanidad, por el respeto humano o por cualquier otro móvil natural, faltaríamos a la recta intención. Esta recta intención consiste en ir a la sagrada Comunión con un vehemente anhelo de hallar allí a Dios, para unirse íntimamente con Él y para purificarse, cada vez más perfectamente, de las propias imperfecciones y defectos. Dicha intención no es incompatible con la existencia de pecados veniales, siempre que éstos no sean habituales y deliberados. La sagrada Comunión es el mejor medio para alcanzar la inmunidad contra todo pecado y para perseverar en ella. Si la Comunión diaria no basta a impedir el que caigamos una y otra vez en los mismos pecados veniales plenamente deliberados, hay que achacar esta falta de eficacia, no al sacramento, sino a la pureza de alma que exige la sagrada Eucaristía. Tal es el parecer de los mejores maestros de la vid espiritual.

3.    Examinémonos seriamente a ver si vamos siempre a los Oficios religiosos, a ver si nos acercamos a la sagrada Comunión con un corazón verdaderamente puro. El fruto de la santa Misa y de la sagrada Comunión dependerá de nuestra pureza de alma. “Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7, 15).
La única regla de nuestros juicios, de nuestros pensamientos y de nuestras palabras es la propia conveniencia. Amamos u odiamos a los hombres, apreciamos los sucesos y las cosas, según la mayor o menor utilidad que nos reportan.
El provecho humano constituye igualmente la única norma de nuestros gustos, de nuestras preferencias, de nuestras ambiciones. Tenemos un particular y sutil instinto para distinguir entre lo que nos es grato y lo que nos desagrada, entre lo que puede reportarnos alguna ventaja y lo que nos es perfectamente inútil. Y, conforme a este criterio estrechamente utilitarista, enfocamos a los hombres, consideramos los sucesos y las cosas de la vida. ¡Qué profunda es todavía nuestra impureza!
¿Qué vamos a buscar en la oración, en la sagrada Comunión? Regalos espirituales. ¿Por qué preferimos un método de oración a otro? ¿Por qué somos más fieles a este método que al otro? ¿Qué buscamos con todo ello? ¿Solamente a Dios? Verdaderamente que no. Nos buscamos a nosotros mismo. Si en la sagrada Comunión o en la oración llegan a realizarse nuestros cálculos y alcanzamos lo que deseamos, entonces nos creemos ya felices.
Nos felicitamos de nuestro éxito. Una vez conseguido lo que anhelábamos, creemos terminada ya nuestra tarea. Pero llegan las pruebas, las sequedades de espíritu, y al punto nos desalentamos, abandonamos nuestro método preferido de oración y lo damos todo por perdido. ¡Tan imperfecta es nuestra piedad, tan impregnada está de amor propio, tan corroída se halla por la vanidad! ¿Qué extraño es, pues, que ni la oración ni la sagrada Comunión produzcan fruto en nuestra alma?
Vayamos al Señor y digámosle: “Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.” Yo solo no puedo. “Entiende sobre mí la diestra de tu majestad” y tócame, como al leproso del Evangelio de hoy, y pronuncia también sobre mí tu omnipotente palabra: “Quiero sé limpio.” “La diestra del Señor ha ejercido su poder” (Ofertorio)

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