MIÉRCOLES DE CENIZA


“¡CONVERTIOS A MÍ…!”

1.    Recibamos de manos de la Iglesia la cruz de ceniza, y coloquémonos en espíritu entre las filas de aquellos que en la primitiva Iglesia hacían durante toda la Cuaresma pública penitencia por sus pecados. Estos penitentes estaban excomulgados y apartados de la sagrada Comunión. Eran reconciliados y reintegrados al seno de la comunidad cristiana el día de Jueves Santo. La cruz de ceniza que hoy nos impone la Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a emprender una vida de penitencia. “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y de que has de volver a convertirte en polvo.”

2.    “Convertíos a Mí de todo corazón, en ayuno y lágrimas y llanto. Rasgad vuestros corazones… y convertíos al Señor, vuestro Dios: porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal… Tocad vuestras trompetas en Sión, santificad el ayuno, llamad al servicio divino, congregad al pueblo, santificad la reunión… Entre el vestíbulo y el altar llorarán los sacerdotes y clamarán: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu herencia” (Epístola). Llamamiento a la Iglesia del Antiguo Testamento. Dios exige penitencia, una penitencia cordial y sincera; exige arrepentimiento, contrición. Exige, además, obras externas de penitencia, el ayuno, la mortificación. Por el pecado nos hemos apartado de Dios, hemos desobedecido sus mandamientos y le hemos negado el honor y el reconocimiento que le son debidos. Nos hemos vuelto hacia otra cosa, hacia una cosa creada, y la hemos hecho nuestro Dios. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe tornar a Dios por el arrepentimiento: “Convertíos a Mí de todo corazón.” Al mismo tiempo debe imponerse a sí misma una sanción, un castigo, una renuncia, con obras de penitencia y de mortificación, por haber abandonado a Dios y haberse entregado desordenadamente a las criaturas. Solo así podrá el hombre librarse del pecado en que ha caído, y alcanzar de Dios su perdón. Sin arrepentimiento y penitencia es imposible el perdón del pecado. “Convertíos a Mí de todo corazón.”

“Cuando ayunéis, no os pongáis tristes, como los hipócritas. Éstos desfiguran su rostro, para aparentar ante las gentes que ayunan. Tú, en cambio, procura que nadie se entere de tu ayuno, si no es el Padre, que está escondido. Y tu Padre, que te ve desde su escondite, te lo premiará” (Evangelio). Comentando estas palabras, dice San Agustín en las lecciones de Maitines: “Es claro que con este precepto del Señor se nos manda dirigir todos nuestros esfuerzos hacia los gozos interiores. No busquemos (con nuestro ayuno) una recompensa externa, conformándonos de ese modo con el espíritu del mundo. Si obráramos así, perderíamos la promesa de una felicidad, tanto más sólida y fecunda, cuanto más íntima y espiritual. Perderíamos la promesa que Dios nos ha dado, de hacernos conformes a la imagen de su Hijo (Rom. 8, 29). El hombre es tan estúpido, que no solo se jacta de la belleza y pompa externa de las cosas, sino también de sus mismas locuras y suciedades. Esta vanagloria es tanto más peligrosa, cuanto muchas veces se viste con el ropaje de una falsa piedad.” El Cristianismo es la religión de la intimidad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y su santa voluntad. El fundamento de esta piedad es el amor. Penetrémonos bien de esto desde el comienzo de la santa Cuaresma. En lo exterior nada debe distinguirnos de los demás. Vivamos recogidos como hasta ahora, seamos severos para con nosotros mismos como en el resto del año, sustraigamos algo de nuestro sueño, dediquemos más tiempo a la oración, cultivemos con más ahínco la virtud del silencio; pero hagámonos otros interiormente. Seamos más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Sin embargo, al exterior nadie debe notar que en estas semanas nos mortificamos más que en el resto del año. “No amontonéis tesoros (de honra, de reconocimiento, de alabanza) sobre la tierra, en donde el orín y la polilla los destruyen. Amontonad, en cambio, muchos tesoros para el cielo”, ante Dios, mediante la buena intención de agradarle a Él solo. Inspirados en esta recta norma de conducta que nos ofrece el Evangelio, comencemos nuestra labor de la santa Cuaresma.

3.    “Hagamos  penitencia en saco y ceniza. Ayunemos y lloremos ante el Señor. Porque nuestro Dios es muy grande en misericordia, para perdonar nuestros pecados.”
“Reparemos lo que pecamos con ignorancia, no sea que, sorprendidos súbitamente por el día de la muerte, busquemos tiempo para hacer penitencia y no podamos hallarlo. Atiende, Señor, y compadécete de nosotros, porque hemos pecado contra Ti. Ayúdanos, Dios, Salvador nuestro; y por honor de tu Nombre líbranos, Señor.”
“Por medio del ayuno corporal reprime, Señor, nuestras malas inclinaciones, eleva nuestro espíritu, danos fuerza para practicar las virtudes y premia nuestra penitencia” (Prefacio de Cuaresma).
Oremos y hagamos penitencia en nombre de la sociedad, en nombre de toda la Iglesia que milita sobre la tierra. Reconozcámonos y sintámonos íntimamente unidos, identificados con todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo y pidamos cada uno por todos, todos por cada uno: “Compadécete de mí, Señor, compadécete de mí, porque en Ti confía mi alma. Señor, Tú tienes misericordia de todos y nada odias de cuanto hiciste. Disimulas los pecados de los hombres esperando que hagan penitencia, y les perdonas, porque Tú eres el Señor, Dios nuestro. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santos” (Introito).

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